En los tiempos que corren parece conveniente que el sacerdote se identifique. Que se dé a conocer abiertamente. No sólo por quien pregunte o por un posible oyente si no por cualquier persona que se lo cruza en la calle. Hay muchos motivos. La mayoría son elementales y consecuencia de su status. El sacerdote está para servir. De la misma manera que el depe
ndiente en un supermercado es identificable, porque está allí para ayudar al cliente, o que el policía municipal va de uniforme, manifestando así su servicio público, así el sacerdote hace mucho bien cuando aparece ante los demás como tal.
En nuestro ambiente, en la sociedad española, sabemos bien cómo se identifica al sacerdote. Hay personas que visten totalmente de negro, es un color de moda, y sin embargo casi nadie les confunde con un sacerdote. De gris o de negro, la tirilla blanca es segura identificación. La dignidad del sacerdote exige un porte elegante y limpio, y puede ser normal que vista distinto un sacerdote joven que uno anciano. Pero el ciudadano de la calle, que es quien se puede cruzar con el cura, no suele tener duda, o no debería tenerla.
Disimular la condición sacerdotal puede deberse a dos motivos. Miedo o incoherencia. Quizá es un solo motivo con dos nombres. En las calles de Madrid, y creo que es muy semejante en el resto del país, descubrir a un sacerdote indiscutiblemente identificado produce casi siempre una cierta sorpresa. Esta sorpresa puede ser agradable, y eso se nota, lo nota el presbítero en la mirada del peatón. A veces no es sólo la mirada porque hay quienes te paran y te agradecen. Agradecen que seas cura y lo aparentes. Es fácil que incluso, en ese momento, se les haya ocurrido rezar por los sacerdotes. Y fácilmente al presbítero se le ocurre rezar por aquella persona amable.
ALMUDÍ
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