El futuro de la civilización europea depende en gran parte de la decidida defensa y promoción de los valores de la vida, núcleo de su patrimonio cultural
Terminó el sínodo de obispos sobre la familia en Roma. Hará falta algún tiempo para asimilar las recomendaciones que los participantes dejan en manos del Papa. Todas han sido aprobadas por la mayoría indispensable: más de dos tercios. Pero el consenso deja de ser nota habitual, para recibir muchos noes en proposiciones conflictivas.
Entretanto, me queda la sensación de que sigue sin abordarse a fondo el problema del envejecimiento de la población mundial y, muy concretamente de la de Europa. Viene de antiguo. Hace ya casi medio siglo desde que el primer país, Alemania, llegó a la cifra fatídica del crecimiento cero, después de traspasar a la baja las tasas de natalidad que aseguran el relevo generacional. Estos últimos días, cuando algunos vaticanistas presentaban una especie de confrontación entre Europa y África, pensaba que podía ser real, pero en términos distintos: justamente porque los problemas de la familia se ven de modo distinto con la óptica de los años, se establecen diferencias lógicas en quienes los observan desde el optimismo de la juventud o el pesimismo de la vejez.