Escribe Juan Manuel de Prada: El grandioso Martin Scorsese acaba de estrenar «Silencio», adaptación de la excepcional novela homónima del japonés Shusaku Endo. La película narra la peripecia de dos jóvenes jesuitas que deciden viajar al Japón, en busca del padre Cristóbal Ferreira, a quien se da por desaparecido en las persecuciones que tuvieron lugar durante el «período Sakoku», en el que el culto católico fue por completo prohibido en el Japón y todos sus ministros expulsados o martirizados. Se rumorea que Ferreira podría haber apostatado, tras sufrir tormento; pero los dos jóvenes jesuitas no conceden crédito a tales rumores e inician una búsqueda que tiene algo de viaje al corazón de las tinieblas.
La película de Scorsese (como la novela de Endo, a la que se muestra extraordinariamente fiel) contiene complejidades desgarradoras que pueden provocar a partes iguales incomprensión y disgusto. Pero es una película admirable que desborda amor por la labor evangelizadora de la Iglesia y nos propone una reflexión sobre las dificultades de la fe en las situaciones más adversas y encarnada en los hombres más débiles, en los Judas (o siquiera Pedros) que somos casi todos nosotros, capaces de traicionar a Jesús en la noche de la tribulación. Scorsese –como antes Endo– se zambulle en las fosas abisales del sufrimiento más acongojante, allá donde la capacidad de resistencia humana se enfrenta al silencio de Dios; y lo hace, además, con un estilo despojado, de una austeridad extrema, que rehúye conscientemente el emotivismo y la lagrimilla fácil. No es, pues, una película adecuada para quienes busquen un entretenimiento banal o una moralina edulcorada y tranquilizadora.
«Silencio» exalta a los mártires que entregan la vida en defensa de la fe; pero también trata de comprender a quienes claudican por falta de valor. Este esfuerzo de comprensión alcanza tal vez su mejor expresión en el personaje de Kichijiro, un truhán que una y otra vez niega a Cristo (y delata a sus hermanos), pero una y otra vez reclama y encuentra perdón, a través del sacramento de la confesión.
Porque Cristo, en efecto, quiso salvar también a Judas, sabiendo que en todo Judas alienta un potencial Pedro. Este misterio alcanza su expresión más honda en las secuencias finales de la película, en la que el joven protagonista –tras apostatar públicamente– decide proseguir su labor evangelizadora en la clandestinidad. Y así llegamos al corazón más desgarrador de «Silencio», la reflexión sobre la «disciplina del arcano», sobre la necesidad de ocultar la fe (o sus expresiones más peligrosas) en aquellas situaciones en que su desvelamiento puede conducirnos infaliblemente al martirio.
Esta disciplina del arcano, que fue recomendada por San Agustín, se funda en las palabras del propio Cristo, que aunque nos mandó proclamar en los terrados nuestra fe no quería que extraviásemos de la prudencia: «No deis a los perros lo que es santo; no echéis vuestras perlas delante de los puercos, no sea que las pisoteen con sus patas y después, volviéndose, os despedacen».
En un momento como el presente, donde la persecución a los católicos vuelve a ser ensañada (cruenta y frontal en algunos lugares, sinuosa y sibilina en otros), la disciplina del arcano vuelve a ser una cuestión plausible (aunque también pueda ser la coartada perfecta para los cobardes que callan y otorgan, deseosos de obtener las zalemas del mundo, mientras otros son sacrificados). «Silencio» nos invita a esta reflexión, a la vez que interpela y remueve nuestra fe, a la vez que nos permite escuchar la voz de Cristo, resonando como un hosanna eterno en nuestro interior, compartiendo nuestro dolor mientras nos zahieren, salvando a cada instante nuestras flaquezas.
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