Si
no se acepta una ley natural −concepto estoico antes que cristiano−, la
autonomía ética de la persona se desarraiga y puede llegar a las peores
aberraciones
Cuando en Hong Kong dieron marcha atrás —en vísperas electorales— a la imposición de una nueva asignatura sobre educación patriótica, se reabría el debate en París. Lo lanzó el ministro de educación francés Vincent Peillon en un conocido programa de televisión, Le Journal du Dimanche: su propuesta es introducir en las escuelas la enseñanza de una "moral laica", para formar buenos ciudadanos.
No está nada claro que ese objetivo resulte compatible con el principio de neutralidad propio de una República laica. Menos aún si, como suele suceder, esos programas tienen contenidos que muchos valoran no sólo como imposición, sino como contraposición a la libertad de las conciencias o, simplemente, a la de los padres para elegir los valores que desean para sus hijos.
En el caso de Francia, aparte de razones ideológicas, buena parte de las reticencias al posible proyecto proceden del profesorado: considera que su función es instruir, transmitir conocimientos y hábitos intelectuales, no criterios de moralidad. Pero Peillon no se resigna a dejar a las jóvenes generaciones —como afirma dialécticamente— inermes ante las fuerzas mercantiles o los fundamentalismos de todo tipo: «si la República no dice cuáles son los vicios y las virtudes, el bien y el mal, lo justo y lo injusto, otros lo harán en su lugar».
Otra paradoja procede de la deriva en materias éticas fundamentales protagonizada por diversos partidos de izquierda, que han sustituido criterios de solidaridad por principios individualistas mucho más agudos que los de los liberales más clásicos. De hecho, el presidente François Hollande parece decidido a una reforma del Código civil de Napoleón que vaciaría de contenido algo tan esencial como el matrimonio.
En ese contexto, Le Monde (3-9-2012) ofreció un breve recorrido histórico, con el expresivo título "1882-2012: el eterno retorno de la moral a la escuela". La instauró la III República, se suprimió en 1968 y se restableció a mitad de los años ochenta en el ministerio de Jean-Pierre Chevènement, socialista. La redefinió en 1995 el centrista François Bayrou. Se amplió en 1999 con Claude Allègre y Ségolène Royal. Xavier Darcos cambió el nombre en 2008: instrucción cívica y moral...
Para el actual gobierno francés no parece suficiente la recuperación del tejido industrial, del que se ocupa un nuevo ministerio. Haría falta una "recuperación intelectual y moral" de Francia. Pero muchos piensan que el deterioro del sistema educativo se superará dando mucha más importancia y tiempo a las grandes materias, como la lengua, las matemáticas, la filosofía o la historia, en vez de tantas asignaturas menores, cuando no triviales.
Como no podía ser menos, se ha recordado estos días el famoso discurso de Nicolas Sarkozy en el Laterano, a finales de 2007, con su énfasis en una laicidad positiva respecto del hecho religioso. Una de sus frases paradójicas ha sido muchas veces citada. Vino a decir que en la transmisión de los valores y el aprendizaje de la diferencia entre el bien y el mal, el maestro nunca puede sustituir al sacerdote o al pastor.
Y es que la escuela republicana, casi por definición, debe ser universal, abierta a todas las culturas y creencias, aunque no caiga —menos aún en Francia, con permiso de la UNESCO— en tópicos multiculturalistas. No se compadece con programas que impongan o insinúen una determinada visión de la persona y del mundo. El riesgo, también recordado en el debate actual, es fomentar el relativismo e, incluso, el nihilismo. Pero ese peligro no se supera con unas clasecillas a la semana, sino con el estudio a fondo de la filosofía y de la historia, y un mejor conocimiento de los principios generales del ordenamiento jurídico. Al cabo, si no se acepta una ley natural —concepto estoico antes que cristiano—, la autonomía ética de la persona se desarraiga y puede llegar a las peores aberraciones.
Salvador Bernal
No está nada claro que ese objetivo resulte compatible con el principio de neutralidad propio de una República laica. Menos aún si, como suele suceder, esos programas tienen contenidos que muchos valoran no sólo como imposición, sino como contraposición a la libertad de las conciencias o, simplemente, a la de los padres para elegir los valores que desean para sus hijos.
En el caso de Francia, aparte de razones ideológicas, buena parte de las reticencias al posible proyecto proceden del profesorado: considera que su función es instruir, transmitir conocimientos y hábitos intelectuales, no criterios de moralidad. Pero Peillon no se resigna a dejar a las jóvenes generaciones —como afirma dialécticamente— inermes ante las fuerzas mercantiles o los fundamentalismos de todo tipo: «si la República no dice cuáles son los vicios y las virtudes, el bien y el mal, lo justo y lo injusto, otros lo harán en su lugar».
Otra paradoja procede de la deriva en materias éticas fundamentales protagonizada por diversos partidos de izquierda, que han sustituido criterios de solidaridad por principios individualistas mucho más agudos que los de los liberales más clásicos. De hecho, el presidente François Hollande parece decidido a una reforma del Código civil de Napoleón que vaciaría de contenido algo tan esencial como el matrimonio.
En ese contexto, Le Monde (3-9-2012) ofreció un breve recorrido histórico, con el expresivo título "1882-2012: el eterno retorno de la moral a la escuela". La instauró la III República, se suprimió en 1968 y se restableció a mitad de los años ochenta en el ministerio de Jean-Pierre Chevènement, socialista. La redefinió en 1995 el centrista François Bayrou. Se amplió en 1999 con Claude Allègre y Ségolène Royal. Xavier Darcos cambió el nombre en 2008: instrucción cívica y moral...
Para el actual gobierno francés no parece suficiente la recuperación del tejido industrial, del que se ocupa un nuevo ministerio. Haría falta una "recuperación intelectual y moral" de Francia. Pero muchos piensan que el deterioro del sistema educativo se superará dando mucha más importancia y tiempo a las grandes materias, como la lengua, las matemáticas, la filosofía o la historia, en vez de tantas asignaturas menores, cuando no triviales.
Como no podía ser menos, se ha recordado estos días el famoso discurso de Nicolas Sarkozy en el Laterano, a finales de 2007, con su énfasis en una laicidad positiva respecto del hecho religioso. Una de sus frases paradójicas ha sido muchas veces citada. Vino a decir que en la transmisión de los valores y el aprendizaje de la diferencia entre el bien y el mal, el maestro nunca puede sustituir al sacerdote o al pastor.
Y es que la escuela republicana, casi por definición, debe ser universal, abierta a todas las culturas y creencias, aunque no caiga —menos aún en Francia, con permiso de la UNESCO— en tópicos multiculturalistas. No se compadece con programas que impongan o insinúen una determinada visión de la persona y del mundo. El riesgo, también recordado en el debate actual, es fomentar el relativismo e, incluso, el nihilismo. Pero ese peligro no se supera con unas clasecillas a la semana, sino con el estudio a fondo de la filosofía y de la historia, y un mejor conocimiento de los principios generales del ordenamiento jurídico. Al cabo, si no se acepta una ley natural —concepto estoico antes que cristiano—, la autonomía ética de la persona se desarraiga y puede llegar a las peores aberraciones.
Salvador Bernal
ReligionConfidencial.com
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