Monseñor
Javier Echevarría, Prelado del Opus Dei, habla del Concilio Vaticano II
y el Año de la Fe en una entrevista publicada por Desde la Austral, la revista de la Universidad Austral (Argentina).
Monseñor Javier Echeverría, Prelado del Opus Dei y Rector honorario de la Universidad Austral,
habla en esta entrevista exclusiva acerca de la importancia del
Concilio Vaticano II para la Iglesia y reflexiona sobre el año de la Fe,
recientemente inaugurado por el Papa Benedicto XVI.
Cumplidos 50 años del inicio del Concilio Vaticano II, ¿podría comentar la importancia que tuvo y tiene para la Iglesia actual?
El Concilio Vaticano II
fue la manifestación más solemne del magisterio de la Iglesia en el
último siglo, en continuidad con toda la enseñanza anterior.
Evidentemente, sus documentos contienen una gran riqueza y, como han
señalado Juan Pablo II y Benedicto XVI, nos corresponde el desafío de ponerlos en práctica, con plena fidelidad, para que Jesucristo
y su Evangelio lleguen a los corazones y a las cabezas de millones de
personas. Leer y vivir el Concilio es amar a la Iglesia, a la Humanidad
entera.
¿Cuál fue el mensaje central que el Concilio quiso darles al hombre y la mujer de hoy?
Hacer
una síntesis no resulta fácil; de todos modos, podría resumirse en que
Dios se nos acerca y sale a nuestro encuentro: nos ama, le interesamos y
cuenta con nosotros; con su gracia, podemos responderle y hacer un gran
bien a los demás; y, concretamente, el Concilio recordó que la santidad
−la respuesta plena al amor de Dios− no es una meta para algunos
privilegiados, sino que está al alcance de todos, y que todos estamos
llamados a llegar a esa unión con Dios en Cristo, a través de nuestra
vida ordinaria: familia, trabajo, relaciones sociales. El trabajo del
Concilio fue muy arduo. Participaron más de 2.500 padres conciliares.
¿Cómo
se pudo llegar a una verdadera unidad y prácticamente unanimidad en los
textos aprobados, cuando en las discusiones de trabajo las posiciones
sobre diversos aspectos se insinuaban no sólo distintas, sino
divergentes?
La
Iglesia está formada por hombres y mujeres, y es lógico que, a veces,
pueda haber diferencias de enfoques o de puntos de vista. Sin embargo,
sería equivocado olvidar que es también divina: Jesucristo prometió que
la asistencia del Espíritu Santo la acompañaría siempre. Por eso, como
explica Benedicto XVI, es una clave imprescindible ponerse a la escucha:
no seguir las propias ideas, sino intentar descubrir la voluntad del
Señor y dejar que sea Él quien nos guíe. Detrás de los documentos del Concilio Vaticano II
está el trabajo esforzado de muchas personas, pero, sobre todo, se
descubre la doctrina de Jesucristo y la acción del Espíritu Santo.
¿Por
qué hubo diversas interpretaciones respecto de algunas disposiciones
del Concilio? ¿Por qué los Papas Juan Pablo II y Benedicto XVI han
manifestado una fuerte decisión de que se aplicaran sus conclusiones?
Es
conocido que el Concilio ha sido mal o parcialmente interpretado en
algunos ambientes. Las causas fueron variadas y coincidió también con la
difusión del secularismo y del materialismo hedonista, que han
ocasionado daños graves. Pienso, por ejemplo, en la pérdida de sentido
cristiano que afecta a muchas familias, en el descenso de la práctica
religiosa, y también en la crisis de algunos miembros del clero y de la
vida consagrada. Sin embargo, como he dicho, los textos del Concilio
contienen una gran riqueza, en parte, muchas de sus enseñanzas ya se han
puesto en práctica en la Iglesia y se ven los frutos: el uso frecuente
de la Sagrada Escritura, la plena responsabilidad de los laicos, como
miembros del pueblo de Dios… Pero el Concilio no es un hecho histórico
del pasado, es más bien un proyecto que se va desplegando y asimilando
poco a poco, con mayor o menor acierto; a la vez, cabe recordar que la
Iglesia peregrina a través de los tiempos y, por tanto, con fe optimista
se ha de avanzar siempre. La nueva evangelización, que han convocado el
Beato Juan Pablo II y Benedicto XVI nos recuerda la necesidad de
difundir uno de los mensajes clave del Concilio, como le decía antes: la
llamada universal a la santidad, mensaje central también en las
enseñanzas de San Josemaría.
El
Concilio Vaticano II se ha visto como el gran intento de “diálogo de la
Iglesia con el mundo”. Cincuenta años más tarde, el Papa vuelve a
insistir en este punto. Un padre o una madre de familia, un profesional,
un estudiante, un profesor… ¿cómo pueden llevar a cabo ese diálogo con
quienes no conocen o han dejado de lado la fe?
La Iglesia es esencialmente misionera y el cristiano está llamado a ser siempre testimonio de Jesucristo. San Josemaría
explicaba que no se puede separar la vida cristiana del apostolado, del
mismo modo que no se puede disociar en Cristo su ser de Dios-Hombre y
su misión de Redentor. Pienso que el primer desafío de todo fiel −madre o
padre de familia, hijo, trabajador, intelectual, sacerdote, obispo,
religioso o laico− es formarse bien y profundizar en las razones de su
fe. El Santo Padre nos ha recomendado −en este Año de la fe− conocer bien el Catecismo de la Iglesia Católica;
de este modo, podremos dialogar con los demás, para invitarles a
compartir el tesoro que hemos recibido, con respeto y sinceridad: esa es
la base de todo acercamiento. Y un punto básico es que los católicos
nos ejercitemos en el mandatum novum: saber amar a todos, para servir, para ayudar y, cuando es necesario, para corregir con caridad.
¿Qué
importancia tuvo, en lo referente a la doctrina sobre los fieles
corrientes recogida por el Concilio, el mensaje que San Josemaría
Escrivá –la llamada universal a la santidad– venía proponiendo desde
1928?
Las enseñanzas de San Josemaría
aportaron luz sobre la profundidad de la vocación a la santidad, que
todos los fieles laicos reciben con el bautismo, para el servicio de la
Iglesia y de todo el mundo: de las familias, de los ambientes
profesionales, de los más necesitados. Así lo puso de manifiesto el
Beato Juan Pablo II, cuando se refirió a San Josemaría como “apóstol de los laicos para los tiempos nuevos” y en los documentos oficiales de su causa de canonización se le llama “precursor del Concilio Vaticano II”. Muchos padres conciliares afirmaron que había sido San Josemaría un precursor del mensaje de esta asamblea de la Iglesia.
¿Podría
exponer la labor que nuestro primer Rector Honorario, el venerable
Mons. Álvaro del Portillo, tuvo en las sesiones de trabajo del Concilio?
Tendría
que alargarme mucho y quiero precisar que de este punto se ocupará la
misma historia. Su aporte ha sido remarcado por muchos de los
protagonistas: como se sabe, intervino directamente, desde la fase
antepreparatoria hasta el final del Concilio. Puedo testimoniar un dato
significativo: el aprecio que se le tenía en la Curia romana, incluso
por parte de quienes no pensaban como él. Era un hombre de paz, de
unidad, de caridad. Su sello personal era la sonrisa serena con
contenido fraterno: cualquiera que trabaja en equipo valora qué
importantes son las personas que sonríen y unen. En el caso de Don
Álvaro esto se sumaba a su inteligencia y a su capacidad de trabajo.
¿Puede
aconsejarnos el modo de vivir y aprovechar con fruto en la comunidad
universitaria el reciente “Año de la fe” instituido por el Papa
Benedicto XVI?
El
Año de la fe es una gran ocasión para profundizar, personalmente
también, el mensaje de Jesucristo y la propia renovación personal para
comunicar ese mensaje: es una oportunidad de valorar más la fe, procurar
hacerla vida como cristianos coherentes, y ayudar a que las mujeres y
los hombres de nuestro tiempo la vean como una respuesta a sus
interrogantes profundos, y se sientan protegidos, ayudados, animados.
Para esto, es fundamental el estudio, la formación y también la amistad
personal, que conduce al apostolado.
La
fe ha de estar presente en la vida universitaria y en la investigación
científica: Benedicto XVI insiste en la necesidad de “ensanchar la razón”,
porque no hay contraposición entre ciencia y fe: sería equivocado
−reductivo y empobrecedor− obrar como si, en la práctica, en la ciencia o
en la vida pública, económica, o en el trabajo universitario hubiera
que prescindir de la dimensión trascendente del ser humano. Por otra
parte, una comunidad universitaria tiene que estar centrada en la
educación y formación de los alumnos, y abierta a los grandes desafíos
intelectuales, al mismo tiempo que busca con prioridad el servicio a la
sociedad en problemas acuciantes: la protección de la vida humana, en
todos los estados de desarrollo; la ayuda a la estabilidad de la
familia, fundada en el matrimonio entre hombre y mujer; la lucha contra
la pobreza y la marginalidad; la promoción de una nueva cultura, una
nueva legislación, una nueva moda, más coherentes con la dignidad de la
mujer y del hombre, como hijos de Dios. ¿De dónde saldrán propuestas
concretas cristianas para lograr una sociedad justa y solidaria, sino de
quienes se inspiran en el Evangelio y se apoyan en el trabajo generoso y
bien acabado? La sociedad necesita personas bien preparadas, desde el
punto de vista humano, profesional y espiritual: tenemos un camino
abierto para continuar recorriendo el Año de la fe, y después también.
Benedicto
XVI convocó a un Año de la fe en un momento en que la fragilidad de
algunos miembros de la Iglesia se hace patente y el mundo parece
circular por derroteros ajenos a ella. ¿Por qué piensa que, a pesar de
todo, es tiempo de creer? ¿Por qué seguir creyendo en la Iglesia?
Como
le decía antes, la Iglesia está formada por hombres y mujeres: sabemos
que existe el pecado y que Dios nos llama constantemente a la conversión
del corazón. Como vemos que hace el Papa, no cabe ignorar los
problemas, ni dejar de preocuparse por las personas que han padecido
injusticias. Sin embargo, ahora se ve con claridad que el mundo tiene
una gran necesidad de Dios y de su gracia, que nos llega a través de los
sacramentos, en la Iglesia. Los jóvenes parecen descubrirlo con
facilidad y llama la atención −por ejemplo, en las Jornadas mundiales de la Juventud−
cómo vibran con la Eucaristía, con la persona del Papa y con la
Iglesia. La Iglesia es joven y estamos realmente en tiempos de
esperanza. La Iglesia busca la unidad, promueve la paz y la solidaridad,
pone su prioridad en la evangelización, atiende a los más pobres y es
un faro de luz, frente al odio y a la violencia en tantas partes del
mundo. En este contexto, los cristianos debemos reflejar el rostro
amable de Cristo. La Iglesia, nuestra Madre, es santa, y lo será
siempre, aunque la conducta de algunos hijos pueda no concordar con esa
santidad.
San
Josemaría decía que tenía una fe muy grande, “tan gorda que se puede
cortar”, explicaba de modo gráfico. Usted ha vivido con este santo, ¿en
qué se distinguía esa fe?
En su trato confiado con Jesucristo, que “empapaba”
toda su jornada. En su devoción filial a la Santísima Virgen. Y también
en la humildad y en la magnanimidad: se consideraba poca cosa y era
consciente de que todo lo que hiciera valía si Dios lo hacía prosperar
y, a la vez, se animaba a grandes empresas por ayudar a este mundo
nuestro. Son muy grandes y numerosas las iniciativas sociales, educativas, religiosas
que han surgido por influjo de sus palabras. La Universidad Austral es
un ejemplo concreto de ese afán desbordante de San Josemaría por servir a
Dios y a la sociedad entera. Supo y quiso siempre contar con Dios y,
simultáneamente, ocultarse y desaparecer personalmente, para que sólo el
Señor brillase.
¿Podría
hacernos comprender la necesidad que tienen la mujer y el hombre actual
de consolidar su fe para transitar con felicidad por este mundo que,
muchas veces, no incluye a Dios en su proyecto vital?
La
felicidad verdadera, que todos anhelamos, sólo llegará a su plenitud en
la vida eterna, pero se conquista y comienza ya en la Tierra cuando
vivimos en amistad con Dios. San Agustín lo explicó magistralmente: “Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”.
Le diré también que sólo puede sentirse necesitado de Jesucristo quien
se siente necesitado de salvación. ¿Habrá alguien hoy que crea que no
tiene necesidad de sanar nada en su corazón, en su vida, en su pasado,
en su presente? Los cristianos debemos ser ese rostro comprensivo de
Cristo para los demás. Si nuestros amigos y amigas, y todas las
personas, encuentran en nosotros un rostro fraterno, podremos
comunicarles el gran mensaje de la Iglesia: “No tengan miedo de abrir las puertas a Cristo” (Juan Pablo II) y “Anímense a arriesgar por Cristo”
(Benedicto XVI). El camino de la felicidad es siempre un camino de
generosidad. Como recuerda el Concilio Vaticano II, la persona “no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás” (Gaudium et spes, n. 24).
Por
último, queríamos preguntarle algo en tono más personal: ¿hay alguna
posibilidad de que nos visite durante el transcurso de este Año de la
fe?
A
mí me encantaría visitar la Universidad y charlar con cada una y cada
uno, para compartir alegrías y penas, desafíos y proyectos. Abandono
este deseo en las manos del Señor.
Entrevista de Marta Narbais
Opusdei.es / Almudí.org
Opusdei.es / Almudí.org
No hay comentarios:
Publicar un comentario