Cuando profesamos nuestra fe, al recitar las palabras del Credo, no estamos pronunciando una fórmula hueca, sino alcanzando con el pensamiento y el lenguaje humano las realidades divinas
La persona humana está constitutivamente abierta a los demás, por la inteligencia y por el amor. La vida personal tiene a la vez las características de la intimidad del yo y de la apertura del tú a las otras personas. Esta riqueza es notoria en el acto de fe. “La fe es un acto personal: la respuesta libre del hombre a la iniciativa de Dios que se revela. Pero la fe no es un acto aislado.
Nadie puede creer solo, como nadie puede vivir solo. Nadie se ha dado la fe a sí mismo, como nadie se ha dado la vida a sí mismo. El creyente ha recibido la fe de otro, debe transmitirla a otro. Nuestro amor a Jesús y a los hombres nos impulsa a hablar a otros de nuestra fe. Cada creyente es como un eslabón en la gran cadena de los creyentes. Yo no puedo creer sin ser sostenido por la fe de los otros, y por mi fe yo contribuyo a sostener la fe de los otros” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 166).
Cuando en el Símbolo de los Apóstoles digo: Creo, estoy expresando mi fe como acto personal. Cuando los obispos, reunidos en los Concilios de Nicea y Constantinopla, dijeron en su Símbolo: Creemos, expresaban la fe de toda la Iglesia. De la Iglesia hemos recibido la fe y la vida sobrenatural de la gracia por el bautismo.
En el Ritual Romano de este sacramento se pregunta al que va a ser bautizado: “¿Qué pides a la Iglesia de Dios?”, la respuesta es: “La fe”. Y a una segunda pregunta: “¿Qué te da la fe?”, se responde: “La vida eterna”. Dios es quien nos da la salvación, pero ha querido hacerlo a través de la Iglesia, que es así nuestra madre y educadora en la fe (cf. Catecismo..., n. 167-169).
Cuando profesamos nuestra fe, al recitar las palabras del Credo, no estamos pronunciando una fórmula hueca, sino alcanzando con el pensamiento y el lenguaje humano las realidades divinas: “El acto del creyente no se detiene en el enunciado, sino en la realidad” (Santo Tomas de Aquino. Suma Teológica II-II, q. 1, a. 2, ad 2). Expresamos y compartimos en comunidad nuestra creencia en Dios.
La Iglesia guarda en su memoria y transmite a cada generación las palabras de Cristo, que los Apóstoles, fieles a su mandato, comenzaron a vivir y a transmitir. La Iglesia nos enseña a hablar con el lenguaje de la fe, para que entendamos ésta y la pongamos en práctica, como hace una madre con sus hijos pequeños (cf. Catecismo..., n. 170-171). Durante veinte siglos, a través de los espacios y de los tiempos, la Iglesia no ha cesado de confesar una sola fe, recibida de un solo Señor y transmitida por un solo bautismo (cf. Catecismo..., n. 172-175).
A esta realidad responden los Símbolos de la fe, que resumen su contenido en fórmulas breves y normativas para todos. “La palabra griega «symbolon» significaba la mitad de un objeto partido (por ejemplo, un sello) que se presentaba como una señal para darse a conocer. Las partes rotas se ponían juntas para verificar la identidad del portador. El «símbolo de la fe» es, pues, un signo de identificación y de comunión entre los creyentes” (Catecismo..., n. 188).
La primera profesión de fe se hace en el bautismo, que se recibe “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mateo 28, 19). Los diversos Símbolos de la fe se dividen en tres partes: en la primera se habla de Dios Padre y de la obra admirable de la creación, en la segunda de Dios Hijo y del misterio de la Redención de los hombres, en la tercera de Dios Espíritu Santo, fuente y principio de nuestra santificación (cf. Catecismo..., n. 189-196).
Desde el Credo de los Apóstoles hasta el Credo del Pueblo de Dios del Papa San Pablo VI, profesamos la misma fe, personal y compartida. “Recitar con fe el Credo es entrar en comunión con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, es entrar en comunión con toda la Iglesia que nos transmite la fe y en el seno de la cual creemos” (Catecismo..., n. 197).
Rafael María de Balbín
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