Acertadas reflexiones del Dr. Cabellos sobre la magnanimidad: una virtud extraordinaria.
Aun para un no creyente, Jesús puede ser un hombre fascinante, pero falta misericordia con quien la ejercita del modo más admirable: haciéndola propia, absorbiendo en su corazón la miseria ajena para limpiarla en una cruz
Los clásicos definen la magnanimidad como tensión del ánimo hacia las grandes cosas. Es magnánimo el hombre de corazón ancho, enraizado en las posibilidades de la naturaleza humana y, para el creyente, en la fuerza de Dios. Indudablemente, esas cosas grandes no son tanto gigantes materiales cuanto actitudes interiores que se traducen, por ejemplo, en comprensión, misericordia, perdón, esperanza, generosidad. En cambio, la disposición contraria —la acedia— es como una humildad pervertida que encoge el corazón; es la renuncia malhumorada del que no se atreve con esas actitudes del buen corazón por las exigencias que comporta.
Inicialmente, pensé en traer aquí tres nombres muy disparejos, alguno lejano a mi modo de pensar, aunque actuales por motivos diversos. Luego, sólo he dejado uno, Cristo, para evitar posibles malinterpretaciones y porque es Semana Santa. Cristo es siempre actual para el que lo cree Hijo de Dios hecho hombre, muerto y resucitado por nosotros. La epístola a los Hebreos afirma que es el mismo ayer, hoy y siempre.
Nada que igualar ni comparar en tres hombres —de los cuales uno también es Dios— y que pensé tan diferentes, salvo en ser personas y por su relación pasiva con la virtud de la magnanimidad en el trato recibido, o más bien su contrario: la mezquindad por juicios inmisericordes y rácanos. Los notables omitidos estaban tomados de dos mundos diferentes, pero tristemente unidos por esa realidad de los censurados desde la discrepancia hiriente. El lector puede buscar nombres y comprobará que tal actitud zahiere a muchos.
Cristo fue maltratado en vida, en la muerte ignominiosa que sufrió, y continúa siéndolo en sus seguidores. Cuando Pablo camina hacia Damasco para apresar a los cristianos, y es derribado por una fuerza extraña, escucha esta voz: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Al preguntar por quién habla, Jesús responde identificándose con los suyos: Yo soy Jesús a quien tú persigues. El asunto no ha cesado. Aun para un no creyente, Jesús puede ser un hombre fascinante, pero falta misericordia con quien la ejercita del modo más admirable: haciéndola propia, absorbiendo en su corazón la miseria ajena para limpiarla en una cruz. Puede argüirse que muchos cristianos no se comportan adecuadamente, pero falta corazón con respecto al mismo Cristo.
Existen otros hombres posiblemente amados por millones de personas, pero no faltan los que emplean cualquier oportunidad para juzgarlos desde un corazón enteco. Se confunde la posible discrepancia con la innecesaria pequeñez del corazón, hecha caricatura, burla o desdén. Sobre todo cuando goza del oportunismo de la moda o de lo políticamente correcto.
Mi tercer ejemplo era alguien ahora denostado de modo impropio por tirios y troyanos. No entro en posibles y hasta necesarias divergencias pero, en cuestión de horas, han comenzado a cavar su tumba, con graves improperios, proferidos por muchos de quienes esculpieron su monumento verbal. Cabe la disconformidad, pero no debería confundirse con el insulto expelido desde la pequeñez de alma. Además, muchas veces se denigra de modo interesado.
Dicen que la envidia es un defecto nacional. Creo poco en los defectos colectivos. Envidia es alegrarse del mal ajeno o entristecerse por su bien, pariente de esa acedia del corazón pequeñito. Leí en una red social que debemos perdonar a todos, excepto a homosexuales y herejes. Cuando menos, sorprendente. Y, sobre todo, triste, muy triste.
Pablo Cabellos LlorenteLevante-Emv / Almudí
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