Lo que para muchos constituye un escándalo para el cristianismo es la piedra del toque del amor
El alemán Joseph Ratzinger sabe muy bien de lo que habla cuando reprocha a una sociedad analgésica como la nuestra que se encoja de hombros ante el sufrimiento ajeno o incluso mire para otro lado ante ataques tan graves a la dignidad humana como el aborto y la eutanasia.
Salvando las distancias, ese mismo avestrucismo lo practicó buena parte de la población germana ante la esterilización de discapacitados o la persecución a judíos. Muchos ciudadanos oían cada madrugada traqueteos de trenes transportando carne de exterminio y preferían seguir durmiendo. El Occidente de 2011 hace lo propio con otros atentados contra la vida humana.
Siguiendo la valiente línea iniciada por Juan Pablo II con su frase: «Nunca puede legitimarse la muerte de un inocente» —pronunciada precisamente en Madrid en su primer viaje, de 1982—, Benedicto XVI lanzó ayer un sentido alegato en defensa de la vida, de los que sufren y de los que no pueden valerse por sí mismos en un acto aparentemente pequeño pero de un enorme calado y trascendencia: la visita al Instituto San José, organización benéfica que presta asistencia especializada a discapacitados.
Ante un auditorio de jóvenes que posiblemente no hubieran sobrevivido en un régimen como el nazi, el Pontífice recordó una verdad elemental que Occidente parece haber olvidado: no hay vidas de segunda, todas tienen el mismo valor, aunque se trate de un enfermo terminal, una persona en coma o un inerme y diminuto feto de pocas semanas sordomudo.
Precisamente un discapacitado, Antonio, de 20 años, que ahora estudia Arquitectura, contó su estremecedora historia. «Nací sordo y al borde de la muerte, relató, pero gracias al amor que mis padres sintieron por mí, aun sabiendo que podía ser un obstáculo para sus vidas, siguieron adelante». Antonio aludió a la soledad de quienes se siente apartados o marginados por un defecto físico o psíquico, pero repuso que no hay obstáculos que valgan ante la fuerza del amor de quienes les rodean.
El misterio del dolor, uno de los más complejos problemas de la humanidad, que ha traído de cabeza a filósofos y escritores, fue abordado con singular lucidez por el Papa. Lo que para muchos constituye un escándalo (el famoso silencio de Dios al que aludía Dostoievski en Los hermanos Karamazov) para el cristianismo es la piedra del toque del amor. «¿Puede seguir siendo grande la vida cuando irrumpe en ella el sufrimiento?», se preguntaba Benedicto XVI. Ante lo que aseguraba: «La grandeza de la humanidad está determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento y con el que sufre». Y dio la clave al señalar que las personas que sufren no sólo precisan asistencia material sino sobre todo amor. «Pero esto únicamente es posible realizarlo como fruto de un encuentro personal con Cristo». Y volviendo la oración por pasiva: «Una sociedad que no logra aceptar a los que sufren es una sociedad inhumana».
Duras y profundas palabras que resuenan en una sociedad ferozmente materialista que ante el drama del dolor se refugia en la asepsia, trata de apartar a los enfermos o a los ancianos, o mucho peor, promueve legislaciones que atentan directamente contra el más elemental de los derechos humanos: el de la vida. La España de los últimos 30 años es un dramático ejemplo, sobre todo con la vuelta de tuerca que supone la reforma de la Ley del Aborto, que implica convertirlo en un derecho, o la amenaza de una normativa de lo que eufemísticamente se ha dado en llamar “muerte digna”.
LA GACETA / ALMUDÍ
No hay comentarios:
Publicar un comentario