Escribe Juan Manuel de Prada: Nada remunera tanto a los padres como ver crecer a sus hijos en sabiduría; y nada gratifica tanto a los hijos como contemplarse en la sabiduría de sus padres.
En toda obsesión igualitaria descubrimos siempre, disfrazado con pomposos oropeles, el pecado de la envidia, que como nos recordaba Unamuno la democracia ha convertido en «virtud cívica».
Manuel del Palacio lo sintetizaba maravillosamente en una quintilla: «¡Igualdad!, oigo gritar/al jorobado Torroba./Y se me ocurre pensar:/¿quiere verse sin joroba,/o nos quiere jorobar?». También, por cierto, Gómez Dávila en aquel demoledor escolio: «El demócrata, en busca de igualdad, pasa el rasero sobre la humanidad para recortar lo que rebasa: la cabeza. Decapitar es el rito central de la misa democrática».
No hay otra igualdad entre los hombres que su común filiación divina, que obliga al buen gobernante a castigar cualquier intento discriminatorio y a vigilar que a todos se concedan las mismas oportunidades. Pero en lo demás no hay igualdad: pues el reparto divino de los talentos no es igualitario; y en quien quiere hacer iguales a quienes por naturaleza son distintos no hay más que berrinche contra el reparto de los talentos.
O sea, cetrina y pestilente envidia.
Naturalmente esta envidia tiene que emperifollarse para poder pavonearse en los salones. Ocurre así, por ejemplo, con esa pretensión de que desaparezcan los deberes escolares, alegando que (risum
teneatis) «afectan a la vida familiar». Como cualquier persona que no esté completamente idiotizada sabe, avanzar en el conocimiento de cualquier disciplina requiere que los conocimientos transmitidos se ejerciten: no se digiere la aritmética si no se hacen problemas; no se digiere la gramática si no se escriben redacciones; no se digieren los primores de la literatura si no se lee a los clásicos, etcétera.
Un niño sólo puede asimilar los conocimientos que le transmite el maestro en clase si luego los pone en práctica (y en solfa), si se confronta con ellos y es interpelado por sus dificultades. Para esto fueron creados los deberes escolares, que además son un excelente medio para enriquecer la «vida familiar» del niño, pues mientras ejercita los conocimientos que le han sido transmitidos en la escuela puede requerir la ayuda de sus padres, quienes al prestársela cumplen con el deber de enseñar a sus hijos y, además, aprenden muchas cosas de ellos.
Nada remunera tanto a los padres como ver crecer a sus hijos en sabiduría; y nada gratifica tanto a los hijos como contemplarse en la sabiduría de sus padres. Y en este fecundo intercambio florecen los afectos; pues nada nos ayuda tanto a amar como un deber compartido.En esa pretensión de erradicar los deberes escolares, despojada de la alfalfa buenista, se esconde la execrable obsesión igualitaria, que no soporta que haya cabezas que descuellen (o sea niños que, a través de los deberes, muestren sus talentos).
Pero se esconde también otra manifestación todavía más monstruosa de la envidia: pues el padre ignorante, holgazán o dimisionario que no ayuda a su hijo a hacer los deberes (porque al hacerlo delataría sus carencias, se le chafaría el partido de la Champions o la escapada del fin de semana) teme que los deberes de su hijo lo delaten, frente al padre que sacrifica el partido y la escapada, o aprovecha los deberes de su hijo para reverdecer conocimientos anquilosados.
Y es que nada delata tanto las lacras familiares como los deberes de un niño; nada señala tanto el egoísmo, la vagancia o el analfabetismo de sus padres. Nada afecta, en fin, tanto a la «vida familiar» como unos padres que no cumplen con el deber de enseñar a sus hijos, y de recordarles que aprender es también un deber. Y todo ello, en último extremo, por envidia. O sea, por ganas de jorobar, como aquel Torroba de la quintilla de Manuel del Palacio.
abc.es
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