Escribe Alfredo Obarrio (Tomado con permiso de los editores de Studia XXI)
En su último libro, Un largo sábado, el viejo maestro, George Steiner, se pregunta –nos pregunta–: “¿Es posible que, tal vez, las humanidades puedan volverle a uno inhumano?” ¿Es posible que la cultura, lejos de hacernos mejores, lejos de afinar nuestra sensibilidad moral, la atenúe?”. La respuesta, no por menos conocida, es menos dolorosa: sí, es posible. Un buen ejemplo es el declinar del Saber en las Facultades de Letras, y en buena parte de nuestra vida académica.
“¿Es posible que la cultura, lejos de hacernos mejores, lejos de afinar nuestra sensibilidad moral, la atenúe?”. George Steiner.
La pregunta sobre el papel que juega la Universidad, y el lugar que ocupa en la sociedad como entidad educativa, constituyó un interrogante y una reflexión en voz alta que acompañó a buena parte de los intelectuales del siglo XX, quienes –muy a menudo– vieron en ella el declinar de una época y de un saber que había conformado la historia de nuestra Cultura.
Un interrogante del que se hicieron eco autores como Jacques Derrida, quien, en su lección “Las pupilas de la Universidad. El principio de razón y la idea de la Universidad”, pronunciada en abril de 1983, y recogida en su obra Cómo no hablar y otros textos, se cuestionó si aún era posible ver en la Universidad una razón de ser que la hiciera singular, máxime cuando lo que prima es una Universidad que se hace y deshace bajo unos parámetros de legitimación que nada tienen que ver con su naturaleza y su finalidad: son los parámetros de la productividad, de la eficacia y de la rentabilidad; criterios muy distantes de los que la formaron y la guiaron en su larga singladura histórica, y sobre los que, por desgracia, se jerarquiza toda la transmisión del saber.
Una lógica de la funcionalidad que tiene su reflejo en una enseñanza cada vez más alejada de una dimensión reflexiva y crítica, lo que la lleva a “vender su alma para preservar su fachada”, a clausurar un porvenir que se nos antoja incierto, y al hacerlo la convierte en “una ciudadela expuesta […] a ser tomada, y […] abocada a capitular sin condición”, a ser “ocupada, tomada, vendida, dispuesta a convertirse en la sucursal de consorcios y de firmas internacionales”, una ocupación que la convierte en un rehén de unas inversiones supuestamente rentables para el mundo académico.
El último ejemplo –y quizá el más sangrante– que puede ejemplificar, o, si se prefiere, concretar esta ácida reflexión, lo podemos hallar en el lacerante fenómeno de la corrección política en las universidades anglosajonas, una “corrección” que ha llevado al sindicato de estudiantes de la Escuela de Estudios Orientales y Africanos de la Universidad de Londres a exigir que se retire del currículum académico a filósofos “blancos” de la enjundia de Platón, Kant o Descartes, pilares del pensamiento occidental que han de ser reprobados para ensalzar a filósofos africanos o asiáticos de los que, sin duda, todos hemos oído hablar.
Pero no contentos con esta “singular” propuesta, exigen que si la Universidad no atiende a sus “lógicas” demandas, es decir, si no se atiene a lo “políticamente correcto”, los “pensadores blancos” deberán ser explicados en su “contexto colonial”.
Puede parecer una utopía, pero las utopías, como nos recuerda Orwell, se desarrollan cuando nace el miedo. Y ese miedo se ha inoculado y ha arraigado en la Universidad de Glasgow. Esta Universidad ha decidido que a partir de este curso académico se avisará a los estudiantes de primer curso de Teología de que las imágenes de la crucifixión pueden resultar “incómodas o preocupantes”. Me pregunto: ¿incómodas para quién: para un teólogo? Si la cuestión no fuera tan dolorosa, sería propia de una escena, de una buena escena, de Woody Allen.
Puede haber colegas que piensen que éste es un hecho aislado del que no cabe sacar más consecuencias. No lo veo así. La primera voz que nos avisó de este camino sin retorno fue la Allan Bloom, quien, con su obra El cierre de la mente moderna (1987), abrió un debate no cerrado en la sociedad americana de finales del siglo XX.
En esta obra singular, el autor nos hace ver que la sociedad actual sufre de esa conciencia volátil, de ese errar incierto del hic et nunc, del ‘aquí y ahora’, que le lleva a “vivir contra la verdad”, como diría Julián Marías, y sin la verdad, no hay Universidad, ni Ciencia que explicar o investigar, lo que nos hace recordar el lema del gran rabino del siglo XVIII, Baal Shem Tov: “La verdad está siempre en el exilio”.
Por esta razón, cuando renunciamos a la Cultura de los grandes textos y de los grandes pensadores, sólo abrazamos –avergonzados– una pseudo-cultura que reniega de sus principales señas de identidad, y de una civilización, la greco-latina, que es, conjuntamente con el cristianismo, la base sobre la que se asientan los pilares de nuestra sociedad.
Una Cultura y una Filosofía que, como nos recuerda Hannah Arendt con su habitual lucidez, “no puede dejar de existir mientras haya hombres. La filosofía sostiene la pretensión de captar el sentido de la vida más allá de todos los fines del mundo”, de un mundo que nos enseña, con el peregrinar de Ulises, que en la continua reflexión sobre la vida y la Historia se va forjando su deseo de progreso, de Ciencia y de Saber, de un Saber que nos hace ver que seguimos siendo enanos a hombros de gigantes, de esos gigantes “blancos” llamados Platón, Aristóteles, san Agustín o Nietzsche. Gigantes que hoy pretenden ser desterrados de nuestras mentes y de nuestras vidas. Gran herejía el revelarlo. Mayor cobardía el no denunciarlo.
“La filosofía sostiene la pretensión de captar el sentido de la vida más allá de todos los fines del mundo”. Hannah Arendt.
Por desgracia, los tiempos que corren para nuestra Cultura y nuestra Universidad nos recuerdan, con Steiner, las palabras escritas por Charles Dickens al inicio de su novela Historia de dos ciudades: “Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos, pero no teníamos nada; caminábamos en derechura al cielo y nos extraviábamos por el camino opuesto”.
Sí, es posible que la Cultura, lejos de hacernos mejores, lejos de perfeccionar nuestro saber y nuestra alma, la atenúe y la disuelva. Y es posible cuando convertimos a la Cultura en recetas de papel couché.
Nada nuevo bajo el sol.
Con permiso de los editores del blog Studia XXI
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