La ética de las virtudes tiende a la coherencia de vida. Sin ésta, no será posible la honestidad en la vida política y económica, por muchas regulaciones que establezcan las leyes mercantiles y penales
Los informes anuales de la ONG Transparencia Internacional, con sede en Berlín, muestran la muy diversa percepción de la ética pública en distintos países. En esa fuente de documentación queda bastante clara la diferencia entre el mundo latino y el anglosajón. Las exigencias morales de éste son vistas a la vera del Mediterráneo casi como puritanismo.
Se comprueba estos días con las derivas del caso Strauss-Kahn: casi la mitad de los franceses siguen viendo al dimitido director del FMI como un buen candidato a las elecciones presidenciales de 2012, a pesar de la magnitud de su conducta sexual en el Sofitel de Nueva York. Lo suyo puede no ser delictivo, a pesar de la fuerte irrupción inicial de la fiscalía. Pero es toda una inmoralidad. ¿Se fiarán realmente los franceses de la prudencia en el gobierno de Francia por parte de un hombre incapaz de dominar sus pasiones?
Hace años, el mundo asistió también atónito al caso del presidente de Estados Unidos Bill Clinton, acusado por la becaria Mónica Lewinsky. Pudo seguir adelante, a pesar de la cultura anglosajona, aplicada estos días duramente contra DSK por The Wall Street Journal: "dirigir una institución internacional o aspirar a la presidencia de una importante nación es incompatible con ser a la vez un disoluto famoso y de dedicación completa".
De todos modos, la opinión pública francesa discurre por otros cauces, como muestra el increíble comentario de Bernard Henri Lévy en Le Point, que tradujo El País el domingo 10 de julio: "Ahogar el establecimiento de la verdad bajo un chorro de imágenes dignas de un mal 'reality show' no es propio de EE UU. En esta ocasión, sin embargo, ese país ha alcanzado la cumbre de la obscenidad".
Ciertamente, como se ha repetido hasta la saciedad, se puede distinguir y separar la ética privada de la pública. Yo mismo suelo invocar la parábola evangélica del juez inicuo: aunque acaba haciendo justicia a la viuda, sigue siendo injusto. Porque, al menos desde Aristóteles, en la justicia es posible distinguir entre el cumplimiento de su objeto —el derecho de cada uno— y el perfeccionamiento personal del sujeto.
Pero la ética de las virtudes tiende a la coherencia de vida. Sin ésta, no será posible la honestidad en la vida política y económica, por muchas regulaciones que establezcan las leyes mercantiles y penales. Menos aún en países, como España, que padecen una endémica enfermedad social: el retraso de la administración de justicia. El ciudadano corrupto aprovecha con creces las dilaciones normales, que aumentan con las provocadas mediante incidentes procesales y recursos.
A pesar de todo, DSK podría ser presidente de Francia, en horas bajas de Nicolas Sarkozy y sin un claro candidato socialista capaz de superarle. De modo semejante, mutatis mutandis, diversos políticos están hoy al frente de comunidades autónomas, diputaciones o ayuntamientos de España, a pesar de existir dudas fundadas sobre su honorabilidad, especialmente a partir de la incoación de procesos judiciales (algunos tan antiguos que casi nadie los recuerda). La posible corrupción no tiene necesariamente consecuencias electorales, al menos, a tenor de los resultados de las recientes consultas: la mayor parte del centenar de candidatos incursos en procesos consiguieron un veredicto favorable en las urnas.
La ética pública se forja desde la moralidad privada, que incluye a mi entender la necesidad de dimitir ante la menor sospecha de irregularidad. Cuando está en juego el bien común, no se puede invocar la presunción de inocencia, salvo que pueda demostrarse en horas. Porque, en el plano jurídico, no basta el trabajo previo de los "interventores", ni menos aún los informes a posteriori de los Tribunales de Cuentas.
El excesivo peso del sector público, si falta honestidad personal, viene a ser casi una tentación continua para el político potencialmente corrupto. Como las nuevas tecnologías para la prensa amarilla, tan denostada tras el caso de las escuchas ilegales del News of the World. El magnate Rupert Murdoch puede haberlo sacrificado, no tanto por ética, sino por estrategia: está en juego la toma del 100% de BSkyB, la plataforma de televisión por satélite que ya controla con casi el 39% del capital.
Al cabo, el fin no justifica los medios. Aunque un político brasileño —no recuerdo si gobernador o alcalde de Sao Paulo, mediado el siglo XX— fue reelegido con este eslogan de campaña: "robo, pero hago".
Salvador Bernal
ReligionConfidencial.com / Almudí
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