En la Europa posmoderna se han apagado muchas ilusiones sobre la libertad y la democracia quizás porque se ha olvidado que "la libertad nace y se realiza en el corazón y el espíritu de los hombres"
El 5 de octubre de 1936 nacía en Praga el escritor y político checo Vaclav Havel, un hombre que ha dejado una profunda huella en la historia europea del siglo XX. La geografía, la historia y la cultura dieron la razón a su rebeldía frente a la división artificial del Viejo Continente, pero su voz y sus escritos no sólo representan la crónica de un tiempo heroico. Son una llamada a la continua búsqueda de la verdad y un convencimiento de que las auténticas reformas sociales, más allá de los líderes y programas políticos, se construyen en el interior de cada persona
El pensamiento de Havel sigue siendo actual en un mundo en crisis, aunque ni siquiera ella nos ha librado de la extendida creencia de que somos omniscientes y autosuficientes y de que podemos predecir el destino del hombre y del mundo, tal y como denunciara el escritor, el año pasado, en el Foro 2000 de Praga [una conferencia anual, ideada por el mismo Havel, que reúne a personalidades de todo el mundo para analizar la problemática mundial]. Aunque Havel no sea pródigo en discursos, nos sigue hablando a través de su obra, especialmente el teatro, que nació de su convicción de que una vida en continua espera no es una auténtica vida.
Era cierto bajo el régimen comunista, pendiente del advenimiento de la sociedad sin clases, y lo es en la sociedad consumista de masas, con sus nuevas formas de soledad, y en la que se vive esperando un futuro mejor que el presente, y que acaso se espera conseguir en el fin de semana, las vacaciones, o con la visita a un centro comercial. No es difícil concluir que una vida en espera es una vida sin libertad, desde el momento en que el presente pesa más que una losa y la imaginación se dispara hacia efímeros sueños de futuro. Lo peor de una vida en espera es que es una vida sin esperanza, llena de miedo y angustia que pueden aflorar en el comunismo o en el poscomunismo.
¿Por qué en la Europa posmoderna, occidental u oriental, se han apagado muchas ilusiones sobre la libertad y la democracia? Quizás porque se ha olvidado, como decía Havel en el lejano 1976, en declaraciones a una revista francesa de teatro, que «la libertad nace y se realiza en el corazón y el espíritu de los hombres».
Nuestro autor no creía en la libertad impuesta por decreto gubernamental, y sólo confiaba en la decencia, el sentido de la justicia y en la verdad que él mismo y sus conciudadanos podían descubrir en el interior de sus conciencias, pese a todos los condicionantes psicológicos y materiales. De ahí que la filosofía de Havel sea una filosofía de lucha interior, una llamada a la lucha contra esa espera ociosa en la vida que equivale a la negación de la propia existencia. Y la mejor forma de sacudir las conciencias de sus contemporáneos sería el teatro, instrumento de introspección de la sociedad y de llevar al escenario aquellas cuestiones que las personas no siempre se atreven a plantearse a sí mismas.
Algunos críticos redujeron la obra de Havel a una variante checa del teatro del absurdo, con antecedentes en Kafka, y algunos diálogos y situaciones avalarían esta tesis, pero ciertos personajes suyos nos hablan con suma claridad, pese a las situaciones límite a las que se enfrentan y a la impresión de que el poder totalitario está ganando la última partida. Un ejemplo es el Max de La gran rueda, al proclamar que «el hombre sólo es él mismo por medio de sus relaciones con los demás y, sobre todo, a través del amor». Nos dice, además, que lo realmente alienante no es lo que proclaman los dogmas filosóficos y políticos. Más alienante es el orgullo que arroja al hombre a una soledad vacía en la que es imposible identificarle.
En el teatro de Havel asistimos, además, a la dificultad de seguir los dictados de una recta conciencia. Lo vemos en la pieza en un acto La inauguración, estrenada en Viena en 1975, en la que el matrimonio formado por Vera y Michael, miembros del Partido que viven en un espacioso apartamento repleto de antigüedades y muebles modernos, intenta halagar a Ferdinand, un intelectual que ha sido relegado al trabajo en una fábrica de cerveza. Le hacen ver que, si se postra ante el régimen, podrá disfrutar de sus mismos privilegios, incluido permisos para viajar al extranjero. Le invitan a llevar a una "existencia ordenada, sana y razonable". Ferdinand es hombre de pocas palabras, pero irrita a sus amigos cuando les dice que se va a casa. Este acto de dignidad dura poco tiempo, pues no puede soportar que se le tache de ingrato y egoísta. Terminará por sentarse, vacilante, en un sillón mientras sus amigos ponen música. Es la tragedia de una conciencia derrotada por el miedo.
Antonio R. Rubio Plo es analista internacional
Cope.es / Almudi
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