El viejo tópico dice que el relativismo es una condición para la apertura: si negamos la existencia de verdades objetivas –se afirma–, entonces no nos pelearemos por tener razón; seremos tolerantes y mantendremos la mente abierta a cualquier punto de vista; no juzgaremos ni pensaremos que alguien pueda estar equivocado…
Pero la idea del relativismo como garantía de la apertura tiene truco. La trampa está en la presunción –en realidad, el prejuicio– de que quienes se toman en serio la posibilidad de que existan determinadas verdades comunes necesariamente son unos intransigentes, mientras que quienes rechazan esa posibilidad o se la toman a la ligera son más abiertos, pues nunca pueden creerse en posesión de la verdad.
Lo que nos libró de los totalitarismos en Europa no fue la ligereza, sino el convencimiento de que valía la pena tomarse en serio el ideal democrático
La trampa es doble. De un lado, se culpa de forma automática a los primeros de fundamentalismo: es decir, se da por sentado que carecen de argumentos razonables para defender su postura y que son incapaces de dialogar con los demás.
De otro, se exonera a los segundos –también automáticamente– de cualquier intransigencia, solo porque no creen en verdades objetivas. Pero ¿qué impide a los relativistas aferrarse –con la terquedad que detestan– a sus “verdades” subjetivas?
La sociedad de la ligereza
Hoy es difícil encontrarse con relativistas puros y duros. Como decía Gilles Lipovetsky en su libro Metamorfosis de la cultura liberal, el relativismo posmoderno también sabe indignarse y poner límites.
Pero sí abundan los relativismos light, quizá la postura más coherentemente posmoderna.
El propio Lipovetsky es un ejemplo de esa forma de relativismo. En una entrevista realizada a propósito de su último libro, De la ligereza, el sociólogo francés se declara a favor de “la sociedad de la ligereza porque nos ha librado de los males del siglo XX, lo que no es poco, es considerable. El nazismo, el fascismo, el franquismo no eran ligeros. (…) La ligereza nos ha librado de eso, la gente quiere vivir bien, ya no quiere morir, quiere divertirse.
No parece muy elevado divertirse en Facebook, pero ya no hay masacres en Europa y todo el mundo quiere venir aquí. La ligereza ha reforzado la democracia”.
Desde luego que el totalitarismo no es ligero. Pero cuesta creer que la ligereza –la falta de convicciones– sea el mejor antídoto contra el extremismo. Lo que nos libró de los regímenes totalitarios en Europa no fue la superficialidad, sino el convencimiento de que valía la pena tomarse en serio el ideal democrático y salir en su defensa.
Lipovetsky no aprueba todas las formas de ligereza, y reconoce que ese rasgo de la sociedad actual “crea otros problemas”. Pero, como en otras ocasiones, siembra la sospecha en el campo de la seriedad, en el que suele situar la fuente del integrismo.
Un problema de intolerancia
Lo mismo hace Máriam Martínez-Bascuñán, profesora de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Madrid (UAM), en una columna publicada en El País. Para criticar a quienes impidieron a Felipe González y a Juan Luis Cebrián participar en una conferencia prevista en la Facultad de Derecho de la UAM, Martínez-Bascuñán carga contra quienes comparecen en el espacio público con alguna pretensión de verdad. Eso es lo que, a su juicio, impide el libre intercambio de opiniones. “Lo sabemos bien por las viejas religiones: quien se cree en posesión de la verdad no está dispuesto a ‘rebajarse’ para discutirla”.
Lo curioso es que sus ataques no van dirigidos contra los “alrededor de 200 violentos, ocultos en su mayoría con caretas y capuchas” –como los describió unos días antes una crónica del mismo diario–, sino contra “los discursos del odio representados por Trump”, contra el dogmatismo de “las viejas religiones” y contra el rigorismo de “los sacerdotes implacables”. Su dogmática conclusión es que “la verdad es incompatible con la democracia porque donde hay verdad no puede haber libertad de opiniones”.
“Una convicción racional está siempre dispuesta a entrar en un diálogo con quienes mantienen posturas diferentes, a aducir sus razones en ese diálogo” (Adela Cortina)
Pero no se entiende por qué la amenaza habría de estar en la verdad y no en el relativismo. ¿Acaso el que está convencido de que sus opiniones son verdaderas no puede negar a los demás la posibilidad de dialogar? Y si no está convencido de nada, si todo le da igual, ¿por qué iban sus oyentes a querer prestarle atención? Al menos, los que creen en la existencia de unas verdades confían en que la conversación racional puede ayudarles a persuadir a los demás. (Otra cosa es lo que haga Trump, cuyas inexactitudes están alimentando el debate sobre la política posverdad).
Adela Cortina se refirió hace años al prejuicio de quienes ven “un peligro público potencial” en la persona que tiene convicciones. Para ella, la solución no era más relativismo ni más frivolidad, sino más “convicción racional, es decir, aquella que se apoya en razones. Una convicción de este tipo está siempre dispuesta a entrar en un diálogo con quienes mantienen posturas diferentes, a aducir sus razones en ese diálogo, a escuchar las razones contrarias y a compararlas, intentando llegar en lo posible a ponerse de acuerdo”.
La democracia no necesita ligereza de convicciones. Basta tomarse en serio la libertad de pensamiento: ejercitar la propia y respetar la ajena. Y esto es lo que no han hecho los manifestantes de la UAM al impedir el debate. Su problema no es con la verdad, sino con la tolerancia. A cada cual lo suyo, sin obstinaciones.
aceprensa.com
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