Los cristianos no podemos menos de contemplar la figura de Juan Pablo II con una inmensa admiración, como un gran don de Dios en el comienzo del tercer milenio de la era cristiana
Ningún funeral de la época moderna (ni de la antigua) ha contado con una representación oficial tan amplia y significativa como el de Juan Pablo II; donde se podían ver desde tres presidentes norteamericanos, los dos Bush y Clinton, hasta una nutrida representación del mundo árabe. ¿Fue sólo un momento de emoción en el océano de aburrimiento de una época gris que no sabía la crisis económica que se le venía encima? ¿Quedará algo para la historia, aparte de unas escenas impresionantes, para el que las quiera recordar?
Acostumbrados como estamos a la vieja manipulación ideológica de la historia en todos los regímenes totalitarios, y a la reescritura a la que es sometida por las ideologías en el poder, y por los nacionalismos recientes, ya sabemos que el pasado depende de quién lo cuenta. Y, en un mundo cada vez más global en la superficie, y más roto en lo que queda del fondo, cada uno se cocina la historia que le conviene.
Desde este punto de vista la figura de Juan Pablo II, molesta para gran parte del pensamiento dominante, está bastante expuesta. Especialmente en esta piel de toro. En los archivos está, para quien lo quiera estudiar, ese sector de la televisión y de la prensa nacional que hizo todo lo que pudo, como línea editorial, para distorsionar y desviar la atención del público. Que sólo quería fijarse en lo que costaban los viajes, en los que protestaban, en los grupúsculos alternativos, en lugar de en las multitudes, en la alegría de las celebraciones y en los mensajes. Y que fue totalmente superada en viajes como el de Cuba. Pero no han cambiado. Y quizá son responsables de que, en España, la figura de Juan Pablo II no haya tenido la misma influencia que, por ejemplo, en Estados Unidos o en Italia. Spain is different. España es diferente: antes, por despreocupada y folclórica; hoy, por ácida y resentida.
En la homilía del inicio del cónclave, el que iba a ser su sucesor y no lo sabía, cardenal Ratzinger, declaró: «Él deja una Iglesia más valiente, más libre, más joven. Una Iglesia que, según su enseñanza y su ejemplo, mira con serenidad al pasado y no tiene miedo del futuro».
Es difícil expresar mejor lo que la Iglesia católica debe a Juan Pablo II. Se puede decir que resolvió y encauzó la crisis postconciliar: él, que era un protagonista del Concilio, que participó activamente en las sesiones, que contribuyó a escribir alguno de los principales documentos, que quedó marcado por esa impronta y que la llevó a su pontificado. Mucho más que otros que pretendían ser, también entre nosotros, los depositarios del espíritu del Concilio, a veces, sin haberlo leído. No les hacía falta, porque eran fieles a sus propios puntos de vista y a sus manías convertidas en profecía.
La figura de Juan Pablo II es, a la vez, una figura titánica y amable. Titánica por la cantidad, calidad y amplitud de sus iniciativas. Amable, porque todo lo hizo sin perder su buen tono de hombre sencillo, cercano, piadoso y auténtico. Nunca se ocultó y estuvo a la vista de todo el mundo. De los que le veían a todas horas y todos los días. Desayunaba, comía y cenaba siempre con gente distinta y variada. No necesitaba ni ocultarse ni apartarse. Sólo para rezar y rezaba mucho. Y todos han dejado este testimonio unánime.
¿Qué le debe la Iglesia? Esa renovación de ánimo y ese dar cauce al Concilio, que es el acontecimiento más importante de la Iglesia en la época moderna. ¿Qué le debe el mundo? Ese testimonio de humanidad y de santidad. Y de paso, esa caída inesperada del muro de Berlín, que no era sólo un muro físico, sino, también, el mayor muro mental que se ha alzado en la historia de la humanidad. Una división completa en la concepción de la vida y del futuro de la sociedad. Un trágico sucedáneo del cielo en esta pobre tierra. Muchos que sostenían el muro sin estar dentro, no se lo han perdonado. Pero es que quizá necesitaban antes perdonarse a sí mismos.
Los cristianos no podemos menos de contemplar la figura de Juan Pablo II con una inmensa admiración, como un gran don de Dios en el comienzo del tercer milenio de la era cristiana. Hay mucho que aprender de su figura, por eso son tan interesantes sus testimonios personales y las buenas biografías que se están publicando. Y también hay mucho que aprender de sus escritos personales, especialmente en el dominio de lo que es la conciencia en la vida de las personas. Y de la doctrina cristiana sobre la sexualidad, el matrimonio y el celibato.
En la memoria cristiana, la figura de Juan Pablo II quedará como una gran luz, unida a esa maravillosa y conmovedora constelación de santos que es la verdadera riqueza de la Iglesia. En las demás historias, dependerá de cada uno. De si quiere o no meterlo en la suya, tal como él fue.
Pascal se atrevió a decir que la historia de la Iglesia es la historia de la verdad. Y no era un ingenuo.
Juan Luis Lorda. Profesor de Teología. Universidad de NavarraDiarioDeNavarra.es / Almudí
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