sábado, 25 de junio de 2011

Reflexiones ante el anteproyecto de ley español sobre el final de la vida

Andrés Ollero
   Análisis realizado por Andrés Ollero, co-director del Master de Bioética y Bioderecho de la Universidad Rey Juan Carlos (Madrid) 

Como es bien sabido, el artículo 3.1 del Código Civil español establece, con influjo expansivo en todo el ordenamiento jurídico, que “las normas se interpretarán según el sentido propio de sus palabras, en relación con el contexto, los antecedentes históricos y legislativos, y la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas, atendiendo fundamentalmente al espíritu y finalidad de aquéllas”. No parece pues exigencia desorbitada sugerir que también el legislador debe tener en cuenta la realidad social, y no otra ideológicamente imaginada, a la hora de regularla. 

Bioéticos y juristas 
      La primera impresión que deriva de la lectura del anteproyecto es que es fruto de elucubraciones de bioéticos, no muy conocedores de la técnica y las responsabilidades jurídicas y notablemente encelados en sus debates teóricos. Al fin y al cabo, en línea con leyes anteriores destinadas a imponer a la ciudadanía un novedoso código moral, por qué renunciar a ver convertidas en ley cuestionadas teorías personales… Todo parece indicar que nos hallamos ante un planteamiento ideológico de la cuestión, que desfigura la realidad al servicio de intereses u opciones personales. 

      Si un jurista persa[1], o cualquier otro observador externo, examinara el contenido del anteproyecto llegaría a la conclusión de que en España los enfermos terminales sólo tropiezan con un grave problema, que se cierne sobre ellos como una aterradora amenaza: la obstinación terapéutica. Los profesionales sanitarios se habrían conjurado para llevar a cabo un despiadado concurso, rivalizando en quien consigue dilatar artificialmente más el momento de la muerte de sus pacientes. Realidades bien conocidas, como las que han popularizado tristemente a determinado centros sanitarios de Leganés o de Andalucía, no precisarían por el contrario regulación jurídica alguna. 

      Tampoco existiría en España ningún lobby empeñado en el adelantamiento de la muerte de los pacientes esgrimiendo su particular concepto de muerte digna, afortunadamente eliminado del texto tras revolotear no poco sobre él. De su efectiva existencia da cuenta la curiosa telepatía legal que ha presidido la elaboración de las tres normas autonómicas previas a este anteproyecto (Andalucía, Aragón y Navarra). En un alarde de autodeterminación, dan paso a fórmulas clónicas (en el contenido e incluso en la numeración del articulado) con alguna nimia originalidad de redacción como fruto ocasional del debate parlamentario. 

      Ni siquiera habría que reflexionar sobre en qué medida la Ley 41/2002 de 14 de noviembre, básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica acierta al no excluir con claridad un rechazo ilimitado de tratamientos, sin respeto alguno a la lex artis. Habría que subsanar esta situación si de veras se quiere cerrar el paso a la posibilidad de un suicidio asistido, en coherencia con la doctrina sentada hasta el momento por el Tribunal Constitucional.

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Andrés Ollero
Zenit / Almudí

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