El único arreglo es ético, un baño de ética, un conjunto de valientes que prefiera la verdad, la honradez, los ideales, la generosidad, la búsqueda real del bien común en lugar de un acomodo personal y de los cercanos
Que nadie espere inclinación alguna por la política partidista. Solo intento reflexionar, desde la doctrina social de la Iglesia, sobre un tema que constituye nuestra tercera inquietud en cada encuesta del CIS. Efectivamente, la política, o mejor dicho, los políticos son una cuestión preocupante para muchos españoles. Se podría hablar de la mediocridad de bastantes de los dedicados a esta noble tarea. Tampoco lo trataré específicamente, aunque tenga buena relación con nuestro problema.
La política está enferma por muchos factores. El citado casi solo sería la consecuencia del resto. Muchos no quieren dedicarse a la cosa pública por su más que regular desprestigio. ¿De dónde viene esa minusvaloración? Han acaecido demasiadas cosas conducentes a ello: compra de votos, falta de ideales, programas para ganar —en lugar de ser un plan realizable— y fabricados a golpe de encuestas, carencia de convicciones que conduce a la superficialidad ajena a la situación, pelotazos urbanísticos y de otros tipos, compra de influencias. En definitiva, codicia y mentira, corrupción.
Me parece obvio su imposible regeneración ni con una ley electoral, ni con la supresión de las diputaciones o disminuyendo municipios. Puede que algo de eso sea necesario, pero tampoco es mi terreno. El único arreglo es ético, un baño de ética, un conjunto de valientes que prefiera la verdad, la honradez, los ideales, la generosidad, la búsqueda real del bien común en lugar de un acomodo personal y de los cercanos. Tal vez nos ayude la presencia del Papa.
Al final del famoso discurso de Benedicto XVI en Ratisbona, luego de referirse a las patologías en el diálogo fe-ciencia o fe-razón, concluía que Occidente está, desde hace tiempo, amenazado por la aversión contra los interrogantes fundamentales de su razón, lo que sólo puede suponer una gran pérdida. La valentía para abrirse a la amplitud de la razón, evitando la negación de su grandeza, es el programa para que una teología comprometida con la fe bíblica entre en el debate de nuestro tiempo. Atención que apunta a la teología, para añadir unas palabras con las que Manuel II se dirigía a su interlocutor persa: «no actuar con la razón, no actuar con el logos, es contrario a la naturaleza de Dios». Y finalizaba: En el diálogo de las culturas, invitamos a nuestros interlocutores a este gran logos, a esta amplitud de la razón. Redescubrirla nosotros mismos constantemente es la tarea de la universidad.
No es frecuente ese talante universitario que busca la sabiduría, con afán de verdad, que reconoce los propios yerros, que busca la grandeza de la razón para servir, para encontrar una sociedad mejor, que no camina tras el utilitarismo como única ciencia. Habrá quien se interrogue: ¿Y los no católicos? Unos y otros pueden escucharse mutuamente desde esa racionalidad, con altura de miras, sin que nadie desprecie cuanto ignora. No es que lo políticos hayan de ser teólogos o metafísicos, pero si pueden rodearse de sabios y no sólo de asesores de imagen y márquetin.
Con respecto a la escucha de la religión por parte de la política, podemos hacer resonar unas palabras del Pontífice en Westmister Hall. Socráticamente preguntó: ¿qué exigencias pueden imponer los gobiernos a los ciudadanos de manera razonable? ¿Qué alcance deben tener? ¿En nombre de qué autoridad pueden resolverse los dilemas morales? En definitiva, ¿dónde se encuentra la fundamentación ética de las decisiones políticas? Hay que reconocer que los interrogantes tienen mucho calado, porque no basta la respuesta simple del parecer de la mayoría. Si ese es su soporte, hemos topado con la mayor vía de agua del sistema democrático. No es fácil la solución, pero la historia demuestra la inutilidad de la receta para evitar el nazismo, o para impedir la bomba atómica arrojada sobre Hiroshima y Nagasaki. Se precisa algo más.
Ese plus, sin imposición de ningún género, es el que ofrecería el Sumo Pontífice a los parlamentarios ingleses: la tradición católica mantiene que las normas objetivas para una acción justa de gobierno son accesibles a la razón, prescindiendo del contenido de la revelación. El papel de la religión en el debate político no es tanto proporcionar estas normas, como si no pudieran conocerlas los no creyentes. Menos aún proponer soluciones políticas concretas, algo totalmente fuera de la competencia de la religión. Su papel consiste, más bien, en ayudar a purificar e iluminar la aplicación de la razón al descubrimiento de principios morales objetivos. Ese papel no siempre ha sido bien recibido a causa del sectarismo y el fundamentalismo de unos y otros, distorsiones que también surgen cuando no se presta atención al papel purificador y vertebrador de la razón frente a la religión.
Estamos entrando en lo más íntimo del ser humano, pero es ahí donde han de sanar la política y los políticos. «¡Parece mentira que se pueda ser tan feliz en este mundo donde muchos se empeñan en vivir tristes, porque corren tras su egoísmo, como si todo se acabara aquí abajo! –No me seas tú de ésos..., ¡rectifica en cada instante!» (Surco, 296). De cara a la eternidad, es más fácil. Pero todos podemos curarnos.
Pablo Cabellos LlorenteLas Provincias / Almudí
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