El pecado radical del poder político cuando se pone al servicio de una ideología, de un partido, sea del “género” que sea, y no se piensa en el bien de cada ser humano.
En el cementerio del Monasterio Donskói en Moscou está enterrado el escritor ruso que descubrió a todo el mundo occidental, adormecido por los cantos de sirena de Stalin y de todo el apartado del Partido, la realidad de los Archipiélagos Gulag: los campos de concentración comunistas-estalinistas.
Ante la ceguera de todos los países occidentales, ante la falsa ilusión −¿sólo falsa ilusión?− de tantos intelectuales europeos que soñaron −y algunos todavía siguen soñando−, en las islas amuralladas de esos archipiélagos, perdieron la vida más de veinte millones personas, considerados en aquellos años de terror, como “enemigos del régimen”: jamás en la tierra ha habido un genocidio semejante de los gobernantes de un pueblo contra sus propios ciudadanos.
Antes de Solzhenitsyn, otros escritos −Kravchenko, Pasternak, etc.− habían comenzado a descubrir el velo, pero fue él quien puso sobre la mesa toda la realidad. Realidad que, por desgracia para algunos “nostálgicos” del comunismo que Stalin, y todo el Partido, aplicó en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas −como entonces se llamaba el conjunto de naciones sujetas al mando de Moscou−, se obstinan en negar para no enfrentarse con la maldad radical de todo el sistema.
Los rusos, sin embargo, no han cerrado los ojos; han mirado los hechos de frente y han encontrado fuerzas para recomponerse.
De Stalin no queda una estatua en pie en todo el territorio, y de los que le sucedieron, tampoco. Un buen número de las miles de Iglesias que él mandó asolar, han sido alzadas de nuevo por los gobernantes −y sobre todo por el propio pueblo ruso−, hombres y mujeres que siguen llevando adelante el país, con una esperanza que se empeña en no morir.
Hombres y mujeres con una “memoria histórica”, verdaderamente histórica, hombres y mujeres de un pueblo que han querido reverdecer las semillas de verdad que han hecho grande a su país a lo largo de los siglos: la semilla de la Fe. De las miles de iglesias que se destruyeron, un número ciertamente notable está de nuevo en pie.
Solzhenitsyn −varias personas me acompañaban mientras rezaba ante su tumba− dio voz a todo este anhelo de verdad, a esa ansia santa de desenmascarar el pasado descubriendo todas las raíces de su podredumbre, y evitar así que las generaciones futuras se hundan en el abismo de odio, de desprecio del hombre, de abandono de Dios, que hicieron posible semejante catástrofe, que sólo hombres que ejercitan el poder con total desprecio de sus semejantes, de sus personas, de sus convicciones, de su fe, pueden llevar a cabo. Es el pecado radical del poder político cuando se pone al servicio de una ideología, de un partido, sea del “género” que sea, y no se piensa en el bien de cada ser humano.
En Moscou, y en toda Rusia, palpita −así me parece ver− un nuevo renacer de la vida. Hay intentos, también legislativos, para frenar el crimen del aborto, impuesto por Lenin y por Stalin, y que ha estado a punto de hundir demográfica y moralmente al país; surgen disposiciones para apoyar la estabilidad de las familias y, sobre todo, para volver a reverdecer el amor a la maternidad, a las familias numerosas.
Solzhenitsyn recordó con sus escritos que el hombre no puede vivir en la oscuridad de la mentira. En una parte del muro que limita el Monasterio Donskéi están colocados restos de imágenes que ciudadanos rusos, con riesgo de sus vidas, recogieron de las ruinas que quedaron de la Catedral de Cristo Salvador, cercana al Kremlin, que Stalin mandó hacer saltar por los aires.
Hoy, la Catedral del Salvador vuelve a estar alzada en todo su esplendor en el mismo lugar, y tal cual estaba antes de la destrucción. Fracasaron todo los proyectos para levantar allí algún gran edificio que “hiciera inmortal la memoria de la grandeza de la Revolución”. El solar acabó convirtiéndose en una gran piscina. Yeltsin, de acuerdo con el Patriarca Ortodoxo, la reconstruyó de nuevo, y ahí está para hacer inmortal la “memoria del alma rusa iluminada por la luz de la Fe”.
Solzhenitsyn, el 8 de junio de 1978 en un discurso en Harvard, llamó la atención al mundo occidental del peligro que el olvido del hombre, de la dignidad del hombre, de la vida del hombre, de la familia del hombre, podría llevar a la civilización occidental. Él había vivido ese desprecio del hombre, y de Dios, en su propia carne, prisionero como estuvo en un “gulag”, Y les dijo que el verdadero peligro que ellos tenían era el de despreciar y maltratar “al hombre de espíritu”.
En la paz de su tumba, desde ese rincón de Moscou, la voz de Solzhenitsyn sigue viva para todo el que la quiera oír, y quieran construir algo digno del hombre sobre esta tierra. De los que se obstinen en cerrar los ojos y los oídos quedará el rastro de las estatuas de Stalin.
Ernesto Juliá, en religionconfidencial.com.
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