¡Acabemos con el mito de las supermamás! ¡Son los hijos los que la hacen a una grande!.
Si tienen muchos hijos, seguramente estén acostumbrados a las críticas procedentes de perfectos desconocidos: están locos, son irresponsables, les han hecho el lavado de cerebro, son borregos, son egoístas (!) y obviamente no tienen televisión (por cierto, qué pena que la manía de echarle la culpa a la TV no haya cambiado desde los 70… ¡ya inventaron internet y los smartphones, ¿saben?!).
Muchas personas quieren decirte qué equivocada estás al tener tantos hijos. Curiosamente, puede ser igualmente desagradable escuchar a personas que te quieren canonizar en seguida sólo porque has tenido más hijos que ellas. “¡Debes ser tan santa!”, dicen. “¡Debes ser tan paciente!”, “¡Debes ser tan organizada!”, “Debes tener tanto dinero!”
No. Den un vistazo a mi casa, miren dentro de mi automóvil, escuchen lo que digo en el confesionario, y sabrán que nada de esto es cierto. No soy “tan” nada. Soy solo una persona normal que, vaya casualidad, tiene siete hijos. De verdad.
Me pasa como a Spiderman: soy una persona muy normal, a la que le ha picado una araña… es la imagen que más se aproxima a lo que me pasa a mí: quita araña y pon confiar en Dios. Y añade una mesa grande y un sofá en el que quepamos todos.
Ultravisión: Si las madres lo ven todo −y es verdad− las madres de familia numerosa tenemos este talento superdesarrollado. ¿Cuál es el secreto? Como decía un psicólogo amigo nuestro, una familia numerosa es como entrenar al Mossad en casa: son muchos pares de ojos atentos unos a otros, interpelándose continuamente. Contemplar desde arriba este interminable juego de afecto/rivalidad/competición/ayuda mutua, este delicioso y agotador equilibrio inestable, te permite advertir enseguida cuando a uno de los actores le sucede algo anormal.
Dominio del espacio: Pensamos la casa −escasa casi siempre− no en dos, ¡sino en tres dimensiones! Cada metro cúbico es un lugar precioso con innumerables posibilidades, a menudo dos o tres al mismo tiempo. ¿Despacho-comedor-bandeja de plancha-mesa de reuniones y castillo para tres en una sola pieza? ¿Es posible que quepa todo esto en ese armario? ¿Cómo, en una cocina tan pequeña, cabe esa olla tan grande? La verdad es que son ellos, los niños, los que reinventan el espacio continuamente, y te obligan a improvisar y repensar la casa una y otra vez. Con ellos, la casa en sí se convierte en secundaria.
Supervelocidad: ¿saben la cantidad de cosas que se pueden hacer en diez minutos? De nuevo son ellos los que logran sacar de su madre ese talento insospechado. También ellos aprenden a ser rápidos y eficientes: el tiempo es oro, para ducharse, para comerse las galletas antes de que les pillen, para comer y poder elegir qué película vamos a ver en la sobremesa, para esconderse cuando hay que lavar los platos…
Superoído: Varios hablan a la vez, pisándose unos a otros. La música está puesta, la pequeña llora… ¿es posible mantener una conversación así? La capacidad de concentración se entrena, no se improvisa. Cuando llegas a una reunión donde varios desconocidos hablan a la vez, lo que hay es ruido. Cuando vives en una familia con muchas voces a las que conoces y quieres, lo que hay es una melodía con varios instrumentos. La pericia de los músicos, que consiguen concentrarse en su instrumento y al mismo tiempo seguir al director e integrarse en un conjunto, es lo que más se acerca a esta experiencia.
Supernegociador: ¿es posible negociar con todos y al mismo tiempo con cada uno? La ONU, familia de naciones, ganaría mucho con una secretaria mamá de familia numerosa. No puedes favorecer más a unos que a otros, sus necesidades son iguales y, al mismo tiempo, radicalmente distintas. Hay que combinar exigencias con gratificaciones, objetivos a largo plazo con superaciones a corto, ser justo con no ser igualitario… Tener esa intuición para averiguar que detrás de esa actitud hostil, lo que quieren es un abrazo. Y abrazar a siete al mismo tiempo, y que cada uno se sienta único, ¡es todo un reto!
Superflexibilidad: parece algo sin importancia, pero hay una gran lección de vida detrás de la limitación diaria de no poder hacer siempre lo que uno quiere. Sé que a mi hijo mayor no le gusta compartir la tablet, y que a mi hija quinta le molesta que le golpeen la puerta mientras se ducha, pero ¡qué bueno es que aprendan a ceder! Iba a hacer tal cosa, pero la realidad me fuerza a cambiar mis planes, o a modificarlos por el bien de los demás. Una lección que ya llevan aprendida…
Cuando en la escuela, a los compañeros de mi hija de seis años les preguntaron qué querían ser de mayores, la cosa andaba entre médicos y peluqueras, y algún futbolista. Ella sorprendió a todos diciendo que quería ser mamá. Su profesora me comentó que era un caso extraordinario, en varios años que lleva enseñando a niños de esa edad, ninguno había respondido eso. ¡Si mi hija supiera que lo que ella admira en mí, se lo debo a ella y a sus hermanos…!
Inma Álvarez, en aleteia.org.
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