«El periódico físico tiene una jerarquía, un orden lógico, además de ofrecer un análisis profundo que jamás te darán 140 caracteres. Quedarse sin cobertura mientras se espera el autobús ofrece una excelente oportunidad de parar, mirar a la gente a tu alrededor, escuchar. O parar, mirar dentro de ti y escuchar, cosa que el móvil impide y prohíbe, con su tiranía táctil, sus corazoncitos y sus me gusta».
Véase usted mismo a los 5 años. ¿Cómo era? Un niño feliz, pedigüeño como todos los niños de esa edad, probablemente inteligente o no estaría usted leyendo el periódico. Ahora imagínese pidiéndoles un pony a sus padres. Nada complicado, ¿verdad? Creo que todos los niños hemos pasado por esa etapa. Querer un pony a los 5 años es lo normal. Como lo es llorar cuando te suben a uno en las ferias, porque de repente un animal vivo y peligroso nos parece mucho menos amable y divertido que lo que uno había imaginado viendo la tele.
Así que así estamos, usted y yo, a nuestros 5 años, pidiéndoles un pony, o una bici, o un viaje a Disneylandia a nuestros padres y recibiendo una sonora negativa. Yo no sé lo que hizo usted, pero seguramente lo mismo que yo: patalear, darnos la vuelta con cara de decepción y tirarnos por el tobogán más cercano, para cinco minutos después no recordar absolutamente nada del tema del pony –de la bici, del viaje a Disneylandia–, que un niño de 5 años es un niño de 5 años y sus frustraciones son tan insondables y efímeras como sus estallidos de felicidad.
Pero también podría haber ocurrido que nuestros padres nos hubieran dicho una de esas frases que todo progenitor guarda muy cerca de la puerta de entrada, como un buen paraguas: «Si quieres un pony ahorras y te lo compras». Ahorrar de la paga de un niño de 5 años para comprarse un animal que vale 2.000 euros no parece una tarea sencilla. Podría llevar centenares de semanas. Más bien un millar de semanas. Así que al escuchar esa frase, usted y yo, recuerde, pataleamos, nos dimos la vuelta con cara de decepción y nos tiramos por el tobogán más cercano. Y cinco minutos después nos compramos un sobre de cromos, o una piruleta, o un globo con el dinero de la paga, que para eso estaba. Pero no todos los niños son iguales.
Hace un par de semanas apareció en la CNN la historia de Sabastian Kent, un niño de Quensland (Australia), que se ha comprado un pony con 7 años. Sabastian no es rico, ni tampoco sus padres lo son. Sabastian es un niño al que le dijeron con 5 años que ahorrase si quería un pony, y él se dedicó a ahorrar. Y a vender limonada. Y a pedir dinero por Navidad, por su cumpleaños. Y a vender más limonada. Y a embotellarla. Y a pasar cada tarde de cada día en el porche de su casa vendiendo. Y a resistir todas las tentaciones de gastarse el dinero.
Como premio a una constancia de años, que en un niño de su edad tiene aún más mérito que si lo hiciésemos nosotros, Sabastian pudo montarse en Tom, su pony, a finales de octubre. El pony para el que había ahorrado. Si mantiene ese nivel de perseverancia el día de mañana, su siguiente montura será una nave espacial o la presidencia del Gobierno australiano, cabe suponer. Sabastian es un héroe y debería ser considerado como tal.
Por desgracia, eso no va a ocurrir. Esta sociedad nuestra se ha convertido en una cama blanda y plácida de voluntades blandas y ansiedades fulgurantes. Lo digital y nuestro mundo interconectado han supuesto el mayor avance para la Humanidad de la Historia, solo comparable a la doma del fuego o a la máquina de vapor, y no me verán quejarme. Pero igual que el fuego y el vapor abrasan la piel si se usan mal, esta Sociedad de la Inmediatez es capaz de potenciar la egolatría y la indolencia hasta límites peligrosos.
Queremos la última película en nuestro ordenador el mismo día en el que sale a la venta, el libro en nuestro lector a los pocos minutos de su publicación, la noticia en una alerta en nuestro móvil al instante de producirse. Esperar una cola en el supermercado se nos antoja tercermundista, y que el autobús no aparezca en menos de un minuto, poco menos que un crimen de lesa humanidad. Quedarnos sin cobertura de datos en algún sitio es impensable y motivo de un ataque de pánico, picores hormigueantes en la piel y sudor frío.
Parecen olvidados, quemados en el altar del sacrificio del dios Ahora, los placeres de caminar hasta el cine, de oler el papel, de hojear el periódico. Se consideran reductos románticos, cosa trasnochada e ineficiente, gusto de viudas. Cualquiera que enuncie que los prefiere será tildado de anticuado o, aún peor, de esteta. Nadie queda, que se sepa, que se alegre de esperar el autobús o de hacer cola en el supermercado –y aún menos, Dios nos libre, sin cobertura–.
Sin embargo, entrar al cine, la oscuridad de la sala, lo público del sitio te obliga a centrar tu atención. El papel fija espacial y sensorialmente las palabras de una novela en tu mente. El periódico físico tiene una jerarquía, un orden lógico que funciona desde hace siglos, además de ofrecer un análisis profundo que jamás te darán 140 caracteres. Quedarse sin cobertura mientras se espera el autobús o en la cola del supermercado ofrece una excelente oportunidad de parar, mirar a la gente a tu alrededor, escuchar. O parar, mirar dentro de ti y escuchar, cosa que el móvil impide y prohíbe, con su tiranía táctil, sus corazoncitos y sus me gusta.
Creo que es posible construir una sociedad en la que el esfuerzo, individual y colectivo, sea admirado por encima del resultado final. Pero para ello es necesario comenzar por apreciar las bondades de ese esfuerzo, el valor del sacrificio y el mérito de la tenacidad, la constancia y la paciencia. Y usted, que en este mundo de breves ha llegado a la palabra número novecientos sesenta y nueve de las mil que tiene este artículo, es sin duda uno de los llamados a conseguirlo.
Juan Gómez Jurado
abc.es
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