Un diseño divino, más allá de todas las tradiciones y diversidades culturales; un diseño de fondo, con gran belleza, que es preciso descubrir al vivirlo.
Frecuentemente nos quedamos admirados ante la belleza de un paisaje: la limpidez del cielo, el movimiento de las olas marinas, la palpitación de un bosque, el concierto matutino de unas aves. Son armonías que llaman a la puerta de nuestra sensibilidad estética.
También las armonías de la persona humana y de sus peripecias nos deleitan o nos sobrecogen. Destaca entre ellas la grandiosidad del amor. “La alegría del amor que se vive en las familias es también el júbilo de la Iglesia. Como han indicado los Padres sinodales, a pesar de las numerosas señales de crisis del matrimonio, «el deseo de familia permanece vivo, especialmente entre los jóvenes, y esto motiva a la Iglesia». Como respuesta a ese anhelo «el anuncio cristiano relativo a la familia es verdaderamente una buena noticia»” (Papa Francisco. Exhort. Apost. Amoris laetitia, n. 1).
Contemplamos la vida sencilla de una familia, a la que el amor presta un encanto cotidiano. “Atravesemos entonces el umbral de esta casa serena, con su familia sentada en torno a la mesa festiva. En el centro encontramos la pareja del padre y de la madre con toda su historia de amor. En ellos se realiza aquel designio primordial que Cristo mismo evoca con intensidad: «¿No habéis leído que el Creador en el principio los creó hombre y mujer?» (Mt 19,4). Y se retoma el mandato del Génesis: «Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne»” (2,24) (Amoris laetitia, n. 9).
Hay aquí un diseño divino, más allá de todas las tradiciones y diversidades culturales. Es un diseño de fondo, con gran belleza, que es preciso descubrir al vivirlo. “Los dos grandiosos primeros capítulos del Génesis nos ofrecen la representación de la pareja humana en su realidad fundamental. En ese texto inicial de la Biblia brillan algunas afirmaciones decisivas. La primera, citada sintéticamente por Jesús, declara: «Dios creó al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó» (1,27). Sorprendentemente, la «imagen de Dios» tiene como paralelo explicativo precisamente a la pareja «hombre y mujer»” (Amoris laetitia, n. 10).
El amor humano, limpio y generoso es el tema de fondo de la mayoría de las poesías y canciones populares. “La pareja que ama y genera la vida es la verdadera «escultura» viviente −no aquella de piedra u oro que el Decálogo prohíbe−, capaz de manifestar al Dios creador y salvador. Por eso el amor fecundo llega a ser el símbolo de las realidades íntimas de Dios (cf. Gn 1,28; 9,7; 17,2-5.16; 28,3; 35,11; 48,3-4)” (Amoris laetitia, n. 11).
En este sentido son muy expresivas las palabras de san Juan Pablo II: «Nuestro Dios, en su misterio más íntimo, no es una soledad, sino una familia, puesto que lleva en sí mismo paternidad, filiación y la esencia de la familia que es el amor. Este amor, en la familia divina, es el Espíritu Santo». La familia no es pues algo ajeno a la misma esencia divina. Este aspecto trinitario de la pareja tiene una nueva representación en la teología paulina cuando el Apóstol la relaciona con el «misterio» de la unión entre Cristo y la Iglesia (cf. Ef 5,21-33)” (Amoris laetitia, n. 11).
Es la persona, que sale de sí misma, para amar de veras al otro, “el encuentro con un rostro, con un «tú» que refleja el amor divino y es «el comienzo de la fortuna, una ayuda semejante a él y una columna de apoyo» (Si 36,24), como dice un sabio bíblico. O bien, como exclamará la mujer del Cantar de los Cantares en una estupenda profesión de amor y de donación en la reciprocidad: «Mi amado es mío y yo suya […] Yo soy para mi amado y mi amado es para mí» (2,16; 6,3)” (Amoris laetitia, n. 12).
Un varón y una mujer se enamoran, deciden unir sus vidas, y surge así una realidad nueva, llena del encanto de la vida. “De este encuentro, que sana la soledad, surgen la generación y la familia. Este es el segundo detalle que podemos destacar: Adán, que es también el hombre de todos los tiempos y de todas las regiones de nuestro planeta, junto con su mujer, da origen a una nueva familia, como repite Jesús citando el Génesis: «Se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne» (Mt 19,5; cf. Gn 2,24)” (Amoris laetitia, n. 13).
En el hogar familiar se vive y se aprende lo más importante de la vida: se aprende a amar a las personas por sí mismas, sin necesidad de credenciales. “Allí aparecen, dentro de la casa donde el hombre y su esposa están sentados a la mesa, los hijos que los acompañan «como brotes de olivo» (Sal 128,3), es decir, llenos de energía y de vitalidad. Si los padres son como los fundamentos de la casa, los hijos son como las «piedras vivas» de la familia (cf. 1 P 2,5)” (Amoris laetitia, n. 14).
El amor hace que se lleve a cabo un enriquecimiento mutuo. “Los padres tienen el deber de cumplir con seriedad su misión educadora, como enseñan a menudo los sabios bíblicos (cf. Pr 3,11-12; 6,20-22; 13,1; 22,15; 23,13-14; 29,17). Los hijos están llamados a acoger y practicar el mandamiento: «Honra a tu padre y a tu madre» (Ex 20,12)” (Amoris laetitia, n. 17). Deberes que son mucho más que deberes: realización de un bellísimo diseño divino, más allá de todas las deficiencias humanas.
Rafael María de Balbín
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