En una conferencia sobre la responsabilidad del estudiante con la cultura,
pronunciada en Múnich el 3 de mayo de 1954, se refería Romano Guardini al
«nihilismo europeo». Eso es precisamente lo que estamos viviendo, nuestra
enfermedad. Falta determinar si se trata de un trastorno transitorio o de una
enfermedad letal.
La salida del Reino Unido de la Unión Europea es grave, pero
mucho más como síntoma que como hecho en sí. Hay que distinguir siempre entre
apariencia y realidad, y entre profundidad y superficie. La política, pese a su
rotunda presencia en nuestras vidas, pertenece al orden de lo aparente y
superficial. Las grandes crisis históricas no son nunca políticas. Lo grave no
es esta dimisión europeísta de los británicos, sino los males profundos que revela.
Nadie parece tener razón del todo. Ni la Unión Europea va bien ni la salida es
la solución para los británicos.
Pero, en cualquier caso, sería preferible la
reforma desde dentro que la segregación. Si la Unión se ha equivocado, el Reino
Unido lo ha hecho mucho más. El referéndum, salvo casos excepcionales, es un
elemento más propio del populismo y de la democracia directa que de la
democracia representativa. Los sectores más ilustrados y los jóvenes se han
decantado por la permanencia en la Unión. Una exigua mayoría se ha inclinado
por una secesión que compromete a las generaciones futuras. El error acaso haya
sido comenzar por la economía. Decía Robert Schuman, al final de su vida, que
si hubiera tenido que volver a empezar habría comenzado por la cultura. Es
preferible poner los cimientos en lo más profundo y sólido.
Hoy seguimos necesitando la forja de los Estados Unidos de
Europa. Pero de una Europa fiel a sus raíces y a los principios que la
constituyen, y que hoy se encuentra amenazada por una doble barbarie, una
exterior (aunque, en buena medida, ya está dentro) y otra interior. La primera
es visible y brutal; la segunda, apenas perceptible y aparentemente benigna, y,
por ello, más peligrosa. Una mata los cuerpos; la otra aspira a apoderarse de las
almas. La primera se combate con las armas de la fuerza (aunque no sólo con
ellas); la segunda, con las de la inteligencia. Una es el terrorismo islamista;
la otra, la barbarie intelectual y moral. Las dos habitan dentro de los límites
de nuestras fronteras, aunque la primera proceda del exterior.
Todos hablamos de crisis, pero pocos se percatan de su
profundidad. Nuestra crisis es, sin duda, económica y política. Pero esto
pertenece al ámbito de lo más ruidoso y superficial. La crisis es, en su
profundidad, cultural, moral y religiosa. Aquí se desarrolla la verdadera
batalla. Por lo demás, la crisis económica y política, como es natural, posee
raíces intelectuales y morales.
La crisis europea procede del abandono de lo que han venido
siendo los pilares fundamentales de Europa: la sabiduría de la filosofía
griega, el sentido del derecho de los romanos y la verdad de la fe cristiana.
Ninguno de los tres es de origen europeo. Europa es, por voluntad propia,
heredera y depositaria de ellos. Con ellos forjó su historia, y si los abandona
dejará de ser ella misma. A estos tres cabría añadir la ciencia moderna, la
democracia liberal y la Universidad, que es la institución de la inteligencia
en busca de la verdad.
Frente al materialismo histórico hay que reivindicar la verdad
del espiritualismo histórico. La base de toda sociedad, el suelo del que se
nutre y vive, es moral y, en definitiva, religiosa. Y es esta base la que desde
hace décadas (y tal vez siglos) se agrieta y desmorona. El sentido del derecho,
la genuina filosofía y la fe cristiana se tambalean por obra del nihilismo.
Este es la verdadera amenaza para Europa: el nihilismo emergente y, de momento,
triunfante. Como siempre sucede, ha sido profetizado por las más claras
inteligencias. La mayoría cree que vivimos inmersos en una gran civilización,
pero asistimos a su crepúsculo. Pero, como Ortega y Gasset afirmó, el
crepúsculo puede ser matutino o vespertino.
El nihilismo consiste en la negación del sentido de la realidad.
Y como la cualidad del ser es la posesión de sentido (todo rebosa sentido), el
nihilismo, en definitiva, niega el ser y, con él, la filosofía. Posiblemente,
con precedentes griegos, surgió en Europa en el siglo XVIII. Más tarde,
Nietzsche fue, quizá más que responsable, su genial profeta. La última
acometida del nihilismo ha tenido lugar en los años sesenta con variadas
manifestaciones, pero con una raíz filosófica o, mejor, cabría decir
anti-filosófica: la teoría de la deconstrucción del posestructuralismo francés.
En contra de lo que suele pensarse, fenómenos como el
totalitarismo, aunque se vistan con el ropaje de ideologías o creencias
fuertes, viven, en el fondo, del nihilismo. Ambos se nutren de la negación de
la condición personal del hombre, y esta es una de las primeras y principales
consecuencias del nihilismo. Cuando se niega la verdad del sentido, sólo queda
barbarie y violencia. Por eso, nada sería más torpe que culpar de la crisis a
las religiones y, especialmente, al cristianismo. Por el contrario, siempre que
Europa renuncia al cristianismo, se abandona a la barbarie. Tampoco es casual
que los padres fundadores de la unidad europea fueran, en su inmensa mayoría,
cristianos.
El panorama es sombrío y sobrecogedor. La violencia criminal
está cada día más presente entre nosotros. Pero la historia nos enseña que
Europa siempre ha renacido después de asomarse a la sima o, incluso, arrojarse
a ella. Así sucedió con las amenazas de los totalitarismos. Europa los creó y
Europa tuvo que derrotarlos. Este hecho permite albergar alguna esperanza de
que el crepúsculo pueda ser matutino, y el triunfo del nihilismo, precario y
transitorio. En cualquier caso, el nihilismo no puede ser el destino de Europa.
Sería, si acaso, su defunción. Pero, como sugiere Rèmy Brague, en su libro «La
vía romana», Europa podría renacer en otras latitudes porque Europa no es una
realidad física o geográfica, sino espiritual. Europa vivirá siempre allí donde
habiten la luz del sentido jurídico romano, la filosofía verdadera, la religión
cristiana, la ciencia, la democracia liberal y la comunidad universitaria.
Ante la tempestad y la catástrofe, más que lamentos, lo que
necesitamos es acertar con el diagnóstico. Y esa es la misión de la
inteligencia. Puede parecer un recurso gremial, pero estoy convencido de que la
barbarie europea es interior y sólo puede combatirse filosóficamente. Los
bárbaros no proceden sólo del exterior, sino que llevan mucho tiempo entre
nosotros, como afirmó Mac-Intyre, incluso gobernándonos. La barbarie europea es
endógena; el remedio sólo puede ser endógeno. Y no es otro que la superación
del nihilismo.
Ignacio Sánchez Cámara es rector de la Universidad Católica de Valencia San Vicente Mártir
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Excelente artículo: muchas gracias por publicarlo. Estoy absolutamente de acuerdo con su contenido !
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