Dirigiéndose al Parlamento Inglés y a representantes de la
sociedad británica, el Papa afirmaba que el papel de la religión en el debate
político no es el de proporcionar normas para el justo gobierno, sino más bien
el de ayudar a purificar e iluminar la aplicación de la razón al descubrimiento
de principio morales objetivos, propios de todos.
Destaco lo
anterior por su interés, pero ahora voy
a referirme al papel de cada cristiano actuando libremente en la sociedad sin
olvidar la fe que profesa y conociendo que, dentro de su doctrina, caben soluciones
muy diversas. Celebramos un Año de la Fe y quizá sea oportuno recordar algunas
ideas para creyentes y no creyentes.
Me zarandean
el laicismo, por un lado, y la falta de coherencia de algunos católicos, por
otro. Digo lo del laicismo porque es posible que se entienda mal el papel de
los creyentes, sus deberes y obligaciones. Éstos no tratarán de imponer nada,
pero sí ofertarán un tenor de vida -como escribía Tertuliano-
al decir de todos admirable. Este comportamiento beneficia a la sociedad. Es
verdad que no siempre es así y que no faltan reticencias por los sectarismos y
fundamentalismos procedentes de una y otra parte, sin darnos cuenta de que
constituimos una sola parte: la humanidad.
Por el lado
católico, y ciñéndome más al presente, no escasean las conductas impropias,
bien por ocultamiento de la fe cuando no es la
moda ambiental, o por conducirse con géneros de vida, pensamiento, o trato con los demás, poco a
nada acordes con esa fe. Las corrupciones que nos invaden, las mentiras, el
desprecio de la dignidad humana, la avaricia por el poder o el tener, las
guerras, el sexo concebido como mercancía u objeto banal, la despreocupación
por los pobres o dolientes, la irresponsabilidad, etc. tendrían más remedio si
los cristianos profesaran su fe verdaderamente, no sólo con la boca, sino con
obras. Pero tampoco es justa la oposición laicista o relativista que no valora
la posibilidad de construir el bien.
Pero falta
recordar el servicio fundamental que, olvidado, arriesga la pérdida del resto:
hemos de ofertar a Dios. En la homilía del comienzo de su Pontificado, decía
Benedicto XVI: Nosotros existimos para enseñar Dios a los hombres. Si hemos
renunciado a esa tarea, seguramente necesitamos volver a los comienzos: a
buscar a Cristo en la Eucaristía y, antes, en la Confesión sacramental.
Pablo Cabellos
El Levante
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