Mi duda
a la hora de valorar el alcance de la sentencia del Tribunal
Constitucional que establece como ajustada a la Carta Magna la
equiparación de las uniones homosexuales con el matrimonio es si se
trata de una sentencia transcendental o de una sentencia irrelevante. La
duda estriba en si esta equiparación representa la puntilla que acaba
con el matrimonio o si el matrimonio ya estaba muerto.
Es
difícil de sostener que la sentencia sea irrelevante, por lo que muy
bien se puede concluir que la referida equiparación representa la
puntilla que puede acabar definitivamente con él (salvo que esperemos
todavía alguna novedad importada, como la poligamia por ejemplo, en aras
de la multiculturalidad). Más de un lector de estas líneas se habrá
apresurado a objetar mi afirmación para razonar que no es que el
matrimonio esté muerto, sino que ya no es lo que era. En cierto sentido,
esto es así. En efecto, el matrimonio se ha convertido ya, o va camino
de convertirse, en una institución irrelevante.
La mentalidad dominante
sobre el matrimonio, avalada ahora por el alto tribunal, frente a su
concepción como institución social que protege ciertos bienes públicos,
entiende por matrimonio cualquier tipo de convivencia, sexo mediante,
con cierta pretensión de estabilidad. Pues, bien, este cambio es el que
hace del matrimonio una institución irrelevante para gran parte de la
población. Baso esta afirmación en tres elementos: el progresivo
crecimiento de las uniones de hecho, la elevada tasa de divorcios y la
escasa fecundidad de los matrimonios.
En
2008, según el Eurobarómetro, las parejas de hecho representaban en
España el 13% del total, llegando en Suecia ese dato a alcanzar el 28%.
En Francia, en 2011 se celebraron 241.000 matrimonios, mientras que en
2010 los “pacs” (pacto civil de solidaridad) –el artilugio legal que
equipara allí fiscalmente las uniones de hecho al matrimonio- habían
sido 195.000. Y, atentos al dato, en 2006 en España, según el Centro de
Investigaciones Sociológicas, en la franja comprendida entre los 18-24
años, tomando como referencia la edad de las mujeres, el 63,6% de las
parejas eran parejas de hecho (frente al 36,4% de matrimonios);
porcentaje que bajaba sustancialmente en la franja de edad 25-34, para
situarse en 29,3% de las parejas (porcentaje nada desdeñable tampoco).
Es obvio que las parejas más jóvenes optan por la cohabitación en un
porcentaje muy significativo.
En lo
que se refiere al divorcio, según el Instituto Nacional de Estadística
(INE), en España tenemos el dato de que en 2010 la cifra de disoluciones
matrimoniales representaba el 75% del número de matrimonios celebrados
ese mismo año. La duración media de los matrimonios disueltos en 2011
fue de 15,7 años. Por otra parte, en 2010, también según el INE, el
número de hijos nacidos fuera del matrimonio representaba el 35% del
total. Pero esa media merece la pena compararla con otros datos que
aporta el INE, y es que El 42,8% de los matrimonios disueltos en el año
2011 no tenían hijos, el 48,4% tenían solo hijos menores de edad, y el
28,5% de los matrimonios disueltos tenía un solo hijo. Datos que apuntan
a la poca duración de los matrimonios disueltos, ya que, o aún no
tenían hijos, o tenían sólo un hijo o los hijos eran todavía menores.
En
resumidas cuentas, los matrimonios retroceden ante las uniones civiles y
los matrimonios que se celebran fracasan en un elevado porcentaje,
datos que pueden muy bien estar relacionados entre sí, pues si la
expectativa matrimonial es la del fracaso, resulta comprensible que las
parejas no encuentren interesante contraer matrimonio. A todo esto cabe
añadir el dato de la tasa de fertilidad en España, que se sitúa en 2010
en 1,38 hijos por mujer. Es decir, el sentido de la familia como origen y
hogar de nuevas vidas se encuentra seriamente debilitado. La riqueza
que aporta cada vida humana se valora más como complemento afectivo de
la pareja –satisfacción del sentimiento paterno o materno- que por la
riqueza misma de esas vidas.
Lo que
todo esto evidencia es que el matrimonio se ha convertido en una
institución con poco sentido para muchas personas, especialmente para
las generaciones jóvenes a las que el valor de las instituciones en
general les resulta incomprensible. No es de extrañar que esto sea así
si el matrimonio es percibido simplemente como una formalidad social, es
decir, como un uso social cuyo alcance se desconoce. Pero también hace
que el matrimonio pierda interés si se entiende sólo como mero contrato
entre dos partes. Es decir, si lo único que se valora del matrimonio es
la previsión de futuros conflictos (custodia de los hijos, pago de la
hipoteca, pensión, herencia, aspectos fiscales, etcétera), resulta
comprensible que muchas parejas prefieran prevenirlos mediante otro tipo
de contrato.
Lo que,
en mi opinión, brilla por su ausencia es una concepción del matrimonio
como institución a la que se adhieren los contrayentes y que cumple una
determinada función social, como lo son la cohesión social, la creación
de un ámbito permanente de cuidado y afecto para los hijos, etcétera;
bienes que trascienden los objetivos privados de los contrayentes.
La
progresiva equiparación de las parejas de hecho con el matrimonio va
camino de vaciar por completo de sentido al matrimonio: en la medida en
que el legislador aborda la solución de eventuales conflictos de
intereses privados de una pareja de hecho –instalada deliberadamente en
la provisionalidad- de la misma manera que lo hace con el matrimonio,
pero sin exigir a las parejas de hecho las mismas obligaciones que a
aquel, resulta que casarse carece de sentido. Viene a ser, en otro
ámbito desde luego, como tratar la economía sumergida –y el dinero en B-
con los mismos derechos de la economía oficial, pero sin las exigencias
que se le piden a ésta. La asimilación de las parejas de hecho al
matrimonio tiene como efecto, la asimilación de éste con aquéllas.
Asistimos
a la agonía del llamado matrimonio tradicional. Algunos lo celebran
como signo de progreso y libertad. En mi opinión, la pérdida del sentido
social que le compete a la institución matrimonial para diluirla –a
semejanza de las parejas de hecho- en un simple contrato privado y
provisional entre dos partes representa una de las mayores catástrofes
de nuestra civilización.
Francisco de Borja Santamaría
Arvo
Arvo
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