Domingo, 6 de octubre de 2002. El
papa Juan Pablo II, cabeza visible de la Iglesia, con la potestad
sagrada recibida de Jesucristo, proclamaba santo a Josemaría Escrivá de
Balaguer, sacerdote, fundador del Opus Dei, ante una multitud de fieles
de los cinco continentes, de toda condición social, de innumerables
lenguas y diversas culturas, que habían acudido a la Plaza de San Pedro,
donde se celebró el solemne acto. Muchos de ellos, por cierto, llegaron
tras no pocas incomodidades y sacrificios.
Como enseña Benedicto XVI, la
Liturgia es como un abrirse el Cielo sobre la tierra. Se funden la
Liturgia celestial y la terrenal. Desde mi observatorio televisivo
imaginaba la mirada del nuevo santo sobre la muchedumbre, como
solía cuando vivía en la tierra. No se perdía en la masa. Se posaba
alternativamente en aquel o aquella, fueran muchos o pocos los que tenía
delante. Con alguna frecuencia sentía la necesidad de abrir su corazón
al extremo de decir. «¿Sabéis por qué os quiero tanto, hijos míos?». La respuesta tras un instante de expectación llegaba en estos términos: «Porque veo bullir en vosotros la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo».
Recuerdo
una ocasión en que nos hallábamos un buen grupo de jóvenes
universitarios y profesionales del Opus Dei, en una reunión informal con
san Josemaría, por excepción, minutos antes de que celebrara la Santa
Misa. Uno contaba una aventura apostólica; otro, un chiste que nos
partía de risa; otro, interpretaba una vibrante canción de amor a la
mexicana; el de más allá llenaba el pequeño espacio con las fenomenales
notas de una trompeta… Siempre nos recomendaba san Josemaría que nos
preparáramos muy bien para el Sacrificio Eucarístico. En esa ocasión, el
encuentro familiar sucedía en hora inusual. Se nos podía ocurrir que le
distraíamos de lo esencial. Por eso nos advirtió: no os preocupéis, no
me distraéis... porque veo en vosotros el bullir de la Sangre de Nuestro
Señor Jesucristo... Ésta era la idea y ésas aproximadamente sus
palabras.
Se ha dicho que la mirada es como el alma hecha fluido.
En la mirada se asoma el alma, la persona. Si no es teatral, muestra el
corazón. La mirada del fundador del Opus Dei desvelaba lo que llevaba
dentro: Cristo Jesús. Su vivir era Cristo, como acontecía al Apóstol: para mí vivir es Cristo. Por eso en su mirar asomaba el mirar de Cristo. Su palabra –«veo en vosotros el bullir de la sangre de Cristo»-
expresaba el alcance de su ver. Al mismo tiempo, era decirnos lo que
debía ir aconteciendo en nosotros, a pesar de nuestra natural inmadurez.
El cristiano es por vocación bautismal portador de Cristo;
que la vida en la tierra no ha de ser otra cosa que transparentar a
Cristo, amar a Cristo y llevarlo a todos los sitios. Vivir por Cristo,
con Cristo, en Cristo en cada momento del día, en el trabajo y en el
descanso, en el taller, en el campo, en la oficina, en el hogar.
Cuando Jesús mirando a Simón, hijo
de Juan, le dice: «Tú serás Pedro», tenía delante a un pescador de
Galilea más bien tosco, de gran corazón y profundos altibajos, como el
mar de Galilea. Pero en aquel Simón, Jesús veía ya al Pedro-Roca sobre
la que se asentaría la Iglesia hasta el fin de los siglos. La mirada de
Jesús, humana y divina, traspasaba tiempo y espacio. Cuando san
Josemaría miraba a los hijos de su espíritu, no veía sólo la precaria
realidad espiritual, si era el caso, de aquellas mujeres, de aquellos
hombres. Veía lo que iban a ser.
Portadores de Cristo, con defectos, con miserias, pero con la madurez
de un amor más fuerte que la muerte, yendo por todo el mundo, con la
humildad de los que dicen con Pedro: soy un pecador, pero amo con locura
a Jesucristo.
Sonaba el 2 de octubre de 2002 la voz pausada del papa Juan Pablo II: «con
la de la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo, de los Santos Apóstoles
Pedro y Pablo y la nuestra, después de haber deliberado largamente,
invocado repetidas veces la ayuda divina y escuchado el consejo de
muchos hermanos nuestros en el episcopado, declaramos y definimos Santo
al Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, lo inscribimos en el Catálogo de
los santos y establecemos que sea devotamente honrado como tal en toda
la Iglesia. En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». Palabras del Rito de la Canonizaciónque manifiestan que se trata de un acto que la teología califica de «hecho dogmático» (cfr. CDF, Nota doctrinalis, 29-VI-1998, n. II).
El Romano Pontífice ejercía así la
suprema potestad legislativa que le corresponde en la Iglesia: declarar y
definir como verdad de doctrina católica que un fiel es santo, y
extiende su culto a toda la Iglesia. Este acto del supremo Magisterio de
la Iglesia requiere el asentimiento definitivo de los fieles. ¿Con qué
fundamento? Lo indica la misma Nota citada, de la Congregación para la
Doctrina de la Fe: «fundado
sobre la fe en la asistencia del Espíritu Santo al Magisterio de la
Iglesia, y sobre la doctrina católica de la infalibilidad del Magisterio
en estas materias» (cfr. Ibid. n. 6). Todo ello «para honra de la Trinidad –como se dice en el mismo Rito – (…) e incremento de la vida cristiana».
El culto a los santos.
Recuerdo
que hace algunos años vi por televisión un fragmento de un partido de
fútbol en el que uno de los equipos contendientes era el Club de Fútbol
Barcelona. Uno de sus jugadores estrella marcó un gol tras una jugada
inverosímil. El comentarista se enardecía arrebatado en exultaciones,
delirios, y ditirambos. Al fin exclamó: ¡es un dios!. Una hora más
tarde, celebré la Santa Misa en la Ciudad Condal. Era domingo y prediqué
la homilía. Me referí a la célebre jugada y al comentario entusiasta,
al que me sumé. Pues claro que era como un dios. A los ojos humanos
ciertas cosas que hacemos los hombres nos parecen divinas, y de algún
modo lo son, porque hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios.
Cuántos monumentos a deportistas, científicos, prohombres… Algunos no se
lo merecen, otros sí. El «culto a la personalidad» puede resultar
aberrante en cierto sentido, pero decía Aristóteles, seguido por santo
Tomás de Aquino, que el embrión humano es algo divino en tanto que es un hombre en potencia (hoy podemos decir: en acto).
Por minúsculo que resulte a la vista, encierra una estructura
grandiosa, admirable, animada por un espíritu inmortal que constituye un
microcosmos sagrado. Conviene practicar un cierto «culto cristiano a la personalidad».
Mayormente cuando la persona ha superado heroicamente pruebas
inusitadas en el cumplimiento de la Voluntad de Dios, siempre
amabilísima. Bien entendido que los santos no buscan su propia gloria.
Saben que todos sus talentos los han recibido de aquél que es tres veces
Santo. El culto a los santos es reconocer la obra de Dios en ellos y
también su correspondencia a la gracia, manifestada en la virtudes que,
luchando, adquirieron en su vida terrena. Cada uno se ha identificado
con Cristo y es distinto de los demás, con personalidad propia.
San Josemaría fue llamado por Juan Pablo II «el santo de lo ordinario».
Solía repetir: yo no soy nada, no puedo nada, no sé nada, casi ni
existo… No se consideraba fundador de nada, y lo era. A la obra que Dios
le encomendó la llamó Opus Dei, es decir, obra de Dios, trabajo de
Dios. El culto a los santos es culto a Dios, fuente única de la
santidad. La amistad con los santos facilita la amistad con Dios, que
eso es la santidad. La intercesión de los santos es como un gran
amplificador de nuestra voz ante el «Trono» de Dios. Benedicto XVI insiste a menudo en que el
luminoso ejemplo de los santos despierta en nosotros el gran deseo de
ser como ellos: felices de vivir cerca de Dios, en su luz, en la gran
familia de los amigos de Dios. (...) Esta es la vocación de todos
nosotros, confirmada con vigor por el Concilio Vaticano II, y que hoy se
vuelve a proponer a nuestra atención de modo solemne.
ANTONIO OROZCO
ARVO.NET
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