La evolución del lenguaje no deja de tener su misterio. Los términos carecen de la precisión de los números. En una misma palabra conviven significados antagónicos contradictorios: en el castellano clásico se podría describir viciosa a una ciudad amena, tranquila, plena de belleza; en cierto modo, pervive en la expresión “estar de vicio” respecto de algo que se considera envidiable.
Sirve de introducción al uso y abuso del término secularización. Sin entrar en etimologías, lo secular o seglar suele aplicarse en el lenguaje religioso a los fieles comunes, que no son sacerdotes ni han hecho profesión de vida consagrada. En tiempos recientes, a propósito de tristes abusos conocidos, hemos escuchado otra acepción: secularizar a un sacerdote es reducirlo al estado laical. Antes, se hablaba –se lamentaba- la secularización de la sociedad, pero no era tanto olvido de la fe, como pérdida de poder de la Jerarquía eclesiástica.
Ese cambio se produce fundamentalmente en la Edad Contemporánea, en un doble plano: la decadencia doctrinal refleja el predominio de esquemas de pensamiento alejados de la clásica cosmovisión cristiana; a la vez, la Jerarquía pierde potestad civil, sea por absorción estatal de los territorios pontificios, o por la caída del paradigma “trono y altar”.
Fue un largo proceso intelectual y revolucionario, con jalones históricos bien conocidos, que deposita hoy en las orillas de la humanidad restos de pensamiento acrítico y postmoderno. Por fortuna, ha arrumbado también –no definitivamente: renacen con demasiada frecuencia- adherencias que desfiguraban, y no de modo accidental, el rostro de la Iglesia, cuerpo de Cristo, pueblo de Dios…
No es justo, desde luego, juzgar desde la situación actual momentos históricos pretéritos. Pero forzoso es reconocer lo positivo de la secularización, que libera a los cristianos de condicionamientos ajenos a la vida y a la doctrina del Redentor, que no había venido ciertamente a juzgar de herencias o asuntos temporales, dependientes del libre arbitrio de cada persona.
La posible paradoja radica en cómo explicar la relación entre los intentos teóricos y prácticos de reducir la religión al ámbito privado –nada de influencias en la esfera pública-, y el fortalecimiento de unas convicciones personales, íntimas, más fuertes que nunca, con una potencia expansiva impresionante, aun sin entrar en expresiones carismáticas o pentecostalistas. El denostado gregarismo no está hoy en quien vive con profundidad personal su relación con Dios, sino en los fieles de las religiones laicistas, también llamadas a veces, y no sin razón, religiones seculares… El autor del libro se apoya en buena medida en la teoría sistémica de Niklas Luhmann, que incluye la tesis de que reemplazar la religión por la política conduce a la sacralización de la política.
En el fondo, mi esperanza es que se desarrolle hasta sus últimas consecuencias la doctrina del Concilio Vaticano sobre la legítima autonomía del orden temporal. La pujante y creciente religiosidad personal no es individualista, porque la Iglesia es com-unión. Tendrá múltiples y diversas manifestaciones en la convivencia colectiva, pero no en términos confesionales. No se pretende recuperar o ganar influencias sociales, sino, desde una espiritualidad profunda, servir en libertad y pluralismo a los demás, es decir, al prójimo: cada uno sabe quién es el suyo, según la famosa parábola.
Salvador Bernal
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