No existe democracia sin libertad de expresión, y ésta sólo es real si hay espacio para el pensamiento distinto, minoritario o discrepante. Esto es la esencia de la democracia. Rechazar la discrepancia conduciría al fin de la democracia. Nadie negará que el diálogo y la tolerancia sean claves para una democracia plural e inclusiva. Sin embargo, pocos ven con buenos ojos al discrepante, y aún menos están dispuestos a aceptarlo y a dialogar con él. La cultura actual parte de la idea de que «el infierno son los otros» (Sartre), de que «el enemigo es el otro, el extraño» (Meinecke).
De ahí que el otro pueda -y quizá, deba- ser soportado si sus ideas y opiniones son idénticas o parecidas
a las mías. Si son distintas, pero por lo menos es capaz de permanecer callado, su presencia en la sociedad es aun soportable y tolerable. Ahora bien, si se atreve a discrepar, a dar razones que puedan llegar a contribuir en la deliberación pública, conviene acallarlo de inmediato. El discrepante es la persona que cruza esa línea y tiene la osadía de expresar en público su opinión (ajena o contraria a la mayoritaria), y eso le convierte en persona non grata y en enemigo, adquiriendo por ese motivo un nuevo status social -y, en parte, también jurídico- vulnerable porque sus derechos pasan a ser más los propios de un Derecho de guerra que de un Estado de derecho.
Resulta paradójico que la cultura actual, en teoría tan diversa e inclusiva, en realidad lo sea tan poco con respecto a la opinión discrepante. Lo acaba de atestiguar una periodista polaca afincada en Estados Unidos, Anne Applebaum, en un best-seller traducido ya al castellano (’El ocaso de la democracia. El fracaso de la política y las amistades perdidas’, Debate, 2021). Applebaum experimentó las consecuencias de expresar las propias ideas, tanto en la política como en la sociedad, hasta el punto de verse abandonada por personas cultas a las que tenía por buenas amigas.
Cuenta también hasta qué punto las democracias occidentales están siendo asediadas por un autoritarismo que penetra en la sociedad con mensajes simples, falsos -o medio falsos- y radicales, pero que son atractivos y surten efecto. Pero la realidad no es reducible a mensajes simples, y los planteamientos simplistas suelen contener falsedades o medias verdades de las que se nutre la mentalidad autoritaria. La psicóloga política Karen Stenner sostiene que quienes quieren imponer su modo de ver la realidad no toleran la complejidad, ni desean entender que determinados hechos hunden sus raíces en una variedad de factores (‘The Authoritarian Dynamic’, 2005).
La discrepancia es vista como algo molesto y desagradable que conviene soportar estoicamente, pero no como medio imprescindible para enriquecer el propio pensamiento, y mucho menos como una exigencia necesaria para la deliberación pública de lo que conviene a cada sociedad. De ahí el título del libro de Arthur C. Brooks: ‘Love Your Enemies: How Decent People Can Save America from Our Culture of Contempt’ (2019). Para Brooks, la sociedad será salvada por quienes son capaces de amar a los enemigos, no por quienes se dejan llevar por la cultura del desprecio a sus enemigos, es decir, a los discrepantes, a quienes piensan de modo distinto.
La discrepancia viene exigida por una razón de educación elemental, y por otra de sentido común al tener que convivir con personas con visiones distintas en el marco de una democracia plural. Pero existe otra razón aun más importante: sólo la discrepancia permite alcanzar una visión más amplia y completa de la realidad, que jamás es simple, llana y uniforme, sino rica, compleja y poliédrica. El científico Karl R. Popper afirmó que «el aumento del conocimiento depende por completo de la existencia del desacuerdo». También se ha dicho, y con razón, que «la capacidad de escuchar a gente inteligente que no está de acuerdo contigo es un talento difícil de encontrar» (Ken Follet).
Es más fácil arrimarse a quienes nos complacen, como hacen los niños, porque, como dijo Kant, «¡Es tan cómodo ser menor de edad!». A mí me sucede lo contrario: me atraen quienes tienen la valentía de discrepar. Lo mismo le sucedía al filósofo francés Michel de Montaigne, quien afirmaba que «cuando me llevan la contraria, despiertan mi atención, no mi cólera; me ofrezco a quien me contradice, que me instruye. La causa de la verdad debería ser la causa común de uno y otro». Una sociedad es más madura y democrática cuando sus individuos son capaces de estrechar lazos de amistad también con quienes no piensan como ellos, de ver a quienes discrepan de sus ideas como alguien que les ayuda y enriquece, y no como una molestia y un obstáculo para su realización personal.
Tener amistad sólo con aquellas personas cuyas ideas nos complacen y compartimos, supone quedarse en la inmadurez, renunciar a una plenitud que implica partir del reconocimiento de que uno no tiene toda la verdad y que sólo me puedo ir acercando a ella escuchando y comprendiendo el punto de vista de los demás.
Hay quienes entienden la democracia como fuente y oráculo de la verdad y del bien. Y conciben al Estado como la moderna inquisición cuya función es decidir qué puede decirse y qué no, sobre qué cabe discrepar y sobre qué no. Están muy equivocados. La esencia de la democracia radica en la garantía de las libertades fundamentales, y la primera en el ámbito público es la de permitir que todos, sin excluir a nadie, puedan contribuir en el proceso de deliberación pública.
La libertad de expresión es real sólo si incluye el derecho a discrepar sobre cualquier tema, sin excepción, porque esto es la esencia de la democracia en un Estado de derecho, no la defensa de determinados bienes o verdades hasta el punto de prohibir la discrepancia. Es más, «la democracia se fortalece en la discrepancia. Las unanimidades son caminos del totalitarismo», como afirmó el político argentino Ricardo Balbín. Lo que verdaderamente atenta a la democracia no es un modo de entender el bien o la verdad, sino prohibir -jurídica, política, mediática o socialmente- la discrepancia, imponiendo una ‘cultura de la cancelación’ que deja al discrepante civil, profesional y mediáticamente muerto, eufemísticamente ‘cancelado’, como lúcidamente ha descrito Alan Dershowitz en su libro ‘Cancel Culture: The Latest Attack on Free Speech and Due Process’ (2020).
De ahí que coincida plenamente con el dicho apócrifo de Voltaire -en realidad, de Evellyn B. Hall en su libro ‘The Friends of Voltaire’ (1906)-: «No comparto lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo». Este debería ser el espíritu y la mentalidad de una sociedad realmente democrática. De lo contrario, cada vez que a uno se le impide discrepar o, al hacerlo, es sancionado, vilipendiado, insultado, estigmatizado o etiquetado (como ‘fascista’, ‘comunista’, ‘homófobo’, ‘populista’, etc.) por los demás, en particular en el ámbito político, mediático o universitario, nos vamos convirtiendo en una sociedad menos plural y democrática, y más autoritaria o totalitaria.
Aniceto Masferrer es catedrático de Historia del Derecho (Universidad Valencia) y académico correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación
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