Las pasiones ciegan, todos los sabemos. El amor probado necesita tiempo, espera
En varias ocasiones han intentado convencerme de la conveniencia de vivir juntos antes de contraer matrimonio. En la última me decían que eso de casarse es muy serio y que tenían que estar seguros de conocerse bien; esto justifica la previa convivencia.
De hecho, lo moderno es que los jóvenes deciden, al poco de conocerse, vivir como pareja. Lo triste es que este “gran conocimiento” no garantiza que el asunto vaya a salir bien. El Instituto de Política Familiar afirma que de cada diez matrimonios que se producen en España, siete acaban en ruptura y la mayoría han estado conviviendo antes.
Otra cuestión paralela que nos podemos hacer es cómo le ha ido a la familia la supresión del llamado tabú sexual. ¿Ahora que nos hemos liberado de las represiones tradicionales le va mejor a la familia? Creo que la respuesta es obvia: la desinhibición no ha llevado de la mano ni el respeto ni la satisfacción. Los delitos, adicciones y aberraciones en este campo crecen de un modo alarmante.
Hace un tiempo fui testigo involuntario de una discusión callejera. Un chico decía, a voz en grito en medio de la calle, a ella: “No habíamos quedado que el primero que se cansara se iba, pues yo me he cansado. Ahí te quedas”. No me cabe duda de que lo que lleva a una pareja a emprender una vida en común es el enamoramiento. Dicen: como nos queremos, nos juntamos. Así parece muy bonito y si, además, se hace pensando en una preparación para el posible matrimonio, incluso plausible.
Pero el sentido común, reforzado por el religioso, nos dice que hay otros factores a tener en cuenta. Nadie pone su salud en manos de un estudiante novel de medicina, ni deja que un alumno primerizo de derecho le lleve un pleito de consideración. Las cosas importantes hay que prepararlas, llevan mucho estudio y discernimiento. Uno con la familia se juega mucho: la felicidad. Y, la sociedad, su pervivencia.
Muchos siglos de sabiduría acumulada han aconsejado un noviazgo serio. Un tiempo para conocerse bien, guardando las distancias. No siempre la demasiada cercanía ofrece buenas perspectivas; si además añadimos el ingrediente de la promiscuidad sexual, es más difícil ser objetivos. Las pasiones ciegan, todos los sabemos. El amor probado necesita tiempo, espera.
Siguiendo nuestro razonamiento, no es lo mismo cortar una relación, en la que ha habido distancia y respeto, que otra, en la que ha habido una íntima convivencia. En este caso se producen más heridas: se ha dado mucho, se ha compartido tanto, como para no poder decir que lo dejamos y no pasa nada. Mis convicciones y la enseñanza de la Iglesia dictan no entregar el cuerpo a quien no se ha entregado el alma, la vida. Para ser una sola cosa hace falta un compromiso, una entrega total, incondicionada, libre.
El matrimonio añade algo importante al enamoramiento: la decisión de quererse. Como te quiero decido quererte para siempre, en la salud y en la enfermedad, en la prosperidad y en le penuria, en la juventud y en la vejez. Nadie desea que le quieran un poquito, o un fin de semana, o una temporada: el amor pide plenitud o no es tal. Esta decisión o compromiso es más que sentimiento, ilusión, cosquilleo. Es libertad, razón, elección. Es algo pensado, sopesado, decidido. Por supuesto que, avalado por el amor, pero apalancado por todo el ser, por las convicciones. No es una probativa, un capricho, un ensueño.
Hoy vemos la alegre presencia de Jesús en las bodas de un pueblo cercano al suyo, en Caná. Después de las bodas hay una gran fiesta, y no es para menos: se ha formado una nueva familia. Siempre me ha llamado la atención que el primer milagro de Jesús fue transformar el agua en el mejor de los vinos. El motivo, que no quedaran mal los recién casados por la escasez del vino. Y todo, gracias a la finura de una gran mujer: María, que se da cuenta de la falta de vino, del preciado líquido. Dios bendice el matrimonio, asiste a las familias. La cuida y protege.
Para los cristianos, el matrimonio es tan grande y santo que es un sacramento. Casarse por la Iglesia su pone la bendición de Dios, su gracia y ayuda. Su compañía y consejo. Llevar al altar el amor humano es reconocer su grandeza, su misterio. Acudir a que Dios bendiga ese compromiso supone el reconocimiento de nuestra pequeñez, es un acto de humildad. Es decir: Señor, enséñame a amar. Acrecienta mi amor, ayúdame, porque solo yo no puedo. Además, la Iglesia nos ofrece su ayuda y experiencia en los cursillos prematrimoniales; nadie sabe casarse, formar una familia. Y, como una buena madre, sale en nuestra ayuda.
Esto no garantiza que todo vaya a salir bien, pero sí que no estamos solos. Que podemos tejer un gran amor, si nos dejamos ayudar.
Juan Luis Selma, eldiadecordoba.es/
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