Escribe David Thunder: Por muy caótico que nos parezca el mundo, debemos vivir aquí y ahora: si perdemos nuestro sentido y nuestro propósito en la búsqueda de un mundo mejor, la búsqueda misma pierde sentido
Justo cuando pensábamos que pronto lograríamos sobreponernos a la pandemia y a todos sus daños colaterales nos alcanza otro tsunami: la invasión de Rusia a Ucrania, la incursión militar más importante en Europa desde la Segunda Guerra Mundial. Las escenas de tanques acercándose a Kiev han reavivado buena parte de la ansiedad y el miedo viscerales que hemos experimentado –y que aún no hemos superado– durante la pandemia.
Muchos se sienten indignados e impotentes ante este espectáculo mundial de sufrimiento evitable. Es algo comprensible y muy humano, pero no debería distraernos del propósito de vivir nuestras vidas al máximo, lo mejor que podamos. No importa lo difíciles que se pongan las cosas: solo tenemos una oportunidad de vivir. Tampoco importa cuánto nos lamentemos de las imperfecciones e injusticias de este mundo: el reloj sigue corriendo; cada día es un regalo precioso que solo llegará una vez.
Podemos y debemos soñar con un día en que las estructuras políticas sean más justas y las libertades fundamentales estén debidamente protegidas. No obstante, no debemos despreciar las pequeñas cosas que dan sentido a la vida: la sonrisa de un bebé, el amor de nuestra pareja, una cena en familia, una amistad cercana y duradera o un pequeño apoyo que brindamos a quien lo necesita. Solo tenemos una oportunidad de vivir, y el modo de hacerlo es el día a día: no debemos desperdiciarla. El gran tren de la vida no espera a que los políticos de este mundo entren en razón.
No me malinterpreten: entiendo la importancia de luchar por un mundo mejor y más justo, pero las luchas nobles a las que nos sumamos no son únicamente un peldaño hacia una vida mejor; también deben formar parte de una vida que valga la pena vivir. No deberíamos permitir que el ímpetu con el que luchamos por el cambio haga sombra a nuestros deberes hacia nosotros mismos y nuestros seres queridos, así como al deber que todos tenemos de aprovechar al máximo la vida.
Si perdemos nuestra alma en la búsqueda de un
mundo mejor, la búsqueda misma pierde sentido
Debemos practicar el arte de vivir aquí y ahora, por muy caótico y convulso que nos parezca el mundo. Ofrezco esta pequeña reflexión carpe diem no como una excusa para dejar de luchar por lo que creemos, sino como un recordatorio de que una de las maneras en las que luchamos por lo que es correcto y bueno es hacer hermosa nuestra vida sin importar lo que hagan nuestros líderes o lo feas que se pongan las cosas en el mundo que nos rodea.
Aquellos de nosotros que luchamos valientemente por causas nobles corremos el riesgo de quemarnos y desperdiciar tanta energía emocional en una causa externa que perdemos el sentido del significado y el propósito a nivel personal. Pero, si por así decir, perdemos nuestra alma en la búsqueda de un mundo mejor, la búsqueda misma pierde sentido.
La experiencia de John Stuart Mill, paladín del utilitarismo, resulta bastante instructiva. Mill, a quien su padre había enseñado desde una edad temprana que su misión en la vida era lograr el «mayor bien de la mayor cantidad de personas», se inició en la política con gran entusiasmo y energía cuando era joven, luchando por causas tan nobles como el sufragio femenino. Cuando apenas había cumplido los 20 años, se enfrentó a lo que se llama de algún modo «crisis de la mediana edad». Se dio cuenta, por primera vez, de que incluso si hiciera feliz al mundo entero, su propia vida carecería de sentido: «Fue en el otoño de 1826. Yo me encontraba en un estado de nerviosismo como el que todo el mundo experimenta en ocasiones, insensible al disfrute o a la excitación placentera. Uno de esos estados de ánimo en los que lo que en unos momentos es placer, en otros se torna insípido o indiferente. El estado, creo yo, en el que suelen encontrarse los conversos al metodismo cuando son azotados por su primera «convicción de pecado». En este estado de ánimo se me ocurrió preguntarme lo siguiente: «Supongamos que todos tus objetivos en la vida se realizaran, que todos los cambios que anhelas en las instituciones y opiniones puedan efectuarse por completo en este mismo instante: ¿sería esto un gran gozo y felicidad para ti? Y una timidez irrefrenable respondió claramente: ¡no!». En esto, mi corazón se hundió dentro de mí: todo el fundamento sobre el cual se había construido mi vida se derrumbó. Toda mi felicidad se encontraba en la búsqueda continua de este final. El final había dejado de ser fascinante. ¿Cómo podría volver a encontrar el interés en los medios? Parecía que no me quedaba nada por lo que vivir».
Según su propio relato, Mill cayó entonces en una depresión profunda y prolongada, y lo que le sacó de ella fue el descubrimiento, a través del pensamiento del Romanticismo, de que lo que da significado y propósito a la vida no es solo lograr el bien en el mundo, sino que cada uno alcance todo su potencial personal; lo que es lo mismo: crecer por dentro como ser humano.
Mill comenzó a darse cuenta de que debía preocuparse por su propia alma. Si no lo hacía, corría el riesgo de derrumbarse por completo. Con esto no quiero decir que luchar por una causa justa sea una mala idea solo por el riesgo de que perdamos el rumbo interior o que acabemos quemados, pero si perseguimos una causa en el mundo con tanto celo como para olvidar quiénes somos por dentro, la causa misma puede convertirse en nuestra propia perdición.
Sería una pérdida trágica si dedicásemos
nuestras energías a crear un mundo mejor
y perdiéramos nuestro equilibrio interior
¿Cómo podemos participar de forma responsable en el arte de vivir en un mundo que no solo cambia con rapidez, sino que está abrumado por las amenazas de biovigilancia, las enfermedades, la corrupción política, la desigualdad y la exclusión social, mientras mantenemos intacta nuestra brújula moral interna y preservamos la alegría de vivir?
Se me ocurren dos consideraciones. En primer lugar, dado el frenético ritmo y los desafíos incesantes de la vida moderna, tanto a nivel personal como político, la única forma de preservar la armonía y el equilibrio interior es cuidar de nuestra alma, no simplemente avanzar con determinación. Sería una pérdida trágica si dedicásemos nuestras energías a crear un mundo mejor y perdiéramos nuestro equilibrio interior y nuestro sentido del significado y del propósito en el proceso. Esa es una lección que podemos aprender de la autobiografía de John Stuart Mill y, probablemente, también de nuestra propia experiencia personal. En segundo lugar, el muy decepcionante calibre de nuestros políticos actuales no garantiza demasiado optimismo sobre la posibilidad de conseguir cambios estructurales humanizadores y de gran alcance en nuestras instituciones políticas, al menos a corto plazo. Existe una posibilidad muy real de que tus esfuerzos y los míos para vivir y trabajar con dignidad, crear una familia y construir comunidades prósperas deban emprenderse a pesar de las estructuras políticas en las que nos enmarcamos, y no con su apoyo.
Lo cierto es que no existen soluciones fáciles para construir comunidades humanas y justas en un mundo que, en muchos sentidos, resulta hostil a la libertad humana, siendo dominado por élites políticas y económicas injustas. No obstante, haríamos bien en considerar cómo cada uno de nosotros puede volver a lo fundamental y cómo podemos a su vez renovar y reconstruir nuestra vida personal y social, con o sin la ayuda de nuestros líderes e instituciones.
Si las autoridades públicas nos ayudan en este empeño, deberíamos estar agradecidos por su ayuda. Si no lo hacen, podemos aprender a cultivar rincones de libertad y creatividad y, si es necesario, participar de manera proactiva en iniciativas empresariales y contraculturales que se derivan de quiénes somos y en qué creemos. No podemos saber de antemano qué alcance tendrá el impacto de estas iniciativas y cuáles de ellas servirán como ejemplos para que la comunidad los emule, pero al menos constituyen una forma de recuperar un poco de control en nuestro propio territorio.
Solo podemos conciliar las iniciativas externas con nuestras aspiraciones más profundas como seres humanos si sabemos quiénes somos, y solo podemos saber quiénes somos si nos tomamos un tiempo para cuidar de nuestras almas y fomentar los tipos de amistades y comunidades que nos construyen, no las que nos echan por tierra.
David Thunder es investigador del Instituto Cultura y Sociedad (ICS) de la Universidad de Navarra, así como investigador principal del proyecto RESPUBLICA.
Fuente: ethic.es
No hay comentarios:
Publicar un comentario