Soy católico y jurista. Como católico reconozco los poderes del Papa –tanto ejecutivos como legislativos y judiciales, usando terminología moderna– en el seno de la Iglesia. Como jurista deseo y espero que el uso de esos poderes se haga conforme a los criterios de la ética jurídica de universal aceptación en el siglo XXI, criterios que derivan del fondo cristiano de la mejor moral fundante de nuestra cultura y que han sido propuestos por la doctrina social de la Iglesia reiteradamente.
Por eso, me desconcierta –¿me escandaliza? Sí– que en la Iglesia se usen poderes legítimos sin respeto a los derechos humanos más elementales que la propia Iglesia defiende, preconiza y propone a los poderes estatales, conforme a su misión de defensa de la dignidad humana.
Esa ética jurídica de universal aceptación defendida por la Iglesia se apoya en la Declaración Universal de los Derechos Humanos que exige, entre otras cosas, que los delitos sean juzgados por el juez predeterminado por la ley, conforme a las leyes vigentes cuando los hechos enjuiciados sucedieron, con pleno respeto al derecho de presunción de inocencia como contenido esencial de la dignidad humana, sin aplicar retroactivamente leyes sancionadoras, garantizando el derecho del acusado a no ser juzgado más de una vez por los mismos hechos ya juzgados y a aportar las pruebas que juzgue pertinentes en el proceso de que sea parte y a ser defendido por el abogado de su libre elección. Las citadas exigencias son concreciones de principios morales básicos defendidos por la moral cristiana en materia de ejercicio de las potestades judiciales por parte de las autoridades legítimas; que también son aplicables a las autoridades eclesiásticas cuando ejercen potestades jurisdiccionales y sancionadoras en su ámbito de competencia.
Un poder legítimo, si actúa arbitrariamente y violando derechos humanos, pierde su legitimidad de ejercicio; sea Trump, Putin o un obispo de la Iglesia católica que actúa como juez en un proceso canónico.
Me suscitan las anteriores reflexiones la lectura del decreto (la sentencia, en términos civiles) por el que el obispo de Teruel condena a José María Martínez, antiguo profesor del colegio Gaztelueta, a ser expulsado del Opus Dei. El señor Martínez fue juzgado por el juez predeterminado por la ley canónica –la Congregación para la Doctrina de la Fe– y absuelto; ahora es juzgado de nuevo por un juez nombrado 'ad hoc' fuera de todo procedimiento predeterminado y aplicando retroactivamente leyes posteriores a los hechos juzgados; el obispo juez ha rechazado (sin motivación alguna que conste en el decreto condenatorio) la mayor parte de las pruebas propuestas por el acusado, al que –además– se le ha prohibido ser defendido por los abogados por él elegidos; en el decreto condenatorio no hay ni una palabra sobre el derecho a la presunción de inocencia del acusado, derecho que ha sido despreciado –por tanto– por el obispo que sentencia y condena, obispo que solo tiene en cuenta las pruebas periciales presentadas por el denunciante y desprecia –sin valorarlas– las periciales del acusado, incurriendo en el mismo defecto que denunció el TS español al enjuiciar el mismo caso por parte de la Audiencia de Vizcaya, aunque esa sentencia del Tribunal Supremo es citada como antecedente relevante por el mismo obispo.
En este caso se han dado además otras circunstancias que chirrían en mi conciencia moral como jurista cristiano: el Papa, impulsor de esta fase del proceso, ha recibido y escuchado al acusador pero se ha negado a recibir y escuchar al denunciado, forma de actuar poco compatible con la imparcialidad exigible; la normativa de general y universal aplicación se ha modificado por el legislador solo para este caso concreto, autorizando la aplicación de normas posteriores a los hechos y previstas para sujetos distintos del acusado; la normativa a aplicar a efectos de la acusación y la sanción se han cambiado, constante el proceso, al comprobar lo absurdo del planteamiento inicial, suscitando así la sospecha de que se trataba de condenar como fuese: dado que no era de recibo aplicar las normas del Código de Derecho Canónico sobre sacerdotes, se transformó sobre la marcha el caso en un proceso sobre la aplicación de los estatutos del Opus Dei a un miembro laico de esa institución, aunque violando de nuevo el derecho del acusado a ser juzgado por las autoridades competentes predeterminadas por esos mismos estatutos.
Para mi conciencia jurídica resultan especialmente escandalosas las siguientes circunstancias concurrentes en este caso: que cuando alguien ha sido absuelto por el tribunal competente, se nombre un nuevo tribunal 'ad hoc' no previsto en la normativa aplicable para que juzgue de nuevo los mismo hechos; que ese nuevo tribunal prohíba al acusado presentar pruebas de su inocencia y que no tenga en cuenta ni valore el derecho humano a la presunción de inocencia; que la normativa a aplicar al caso se cree singularmente para este caso derogando la legislación general preexistente, declarando la retroactividad de normas sancionadores posteriores y cambiando esas normas y las sanciones posibles sobre la marcha a gusto del juzgador. Si esto lo hiciese un Estado contemporáneo, no dudaría en calificarlo de totalitario e incompatible con el respeto a los derechos humanos de universal aplicabilidad según los artículos 10 y 11 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, considerada por la doctrina social de la Iglesia como piedra angular del respeto a la dignidad humana que está en la base de toda la moral cristiana.
No puedo entender que en la Iglesia se ejerza el poder de esta forma arbitraria y tan poco respetuosa con los derechos humanos. Me escandaliza la Iglesia cuando ha encubierto casos de abusos y me escandaliza cuando juzga sin respetar los derechos humanos básicos en materia procesal. Sin embargo, sigo el ejemplo admirable de José María Martínez, la víctima de este entuerto, y reafirmo mi amor y respeto a mi Iglesia y al Papa.
SOBRE EL AUTOR
Benigno Blanco
es abogado y ex secretario de Estado de los ministerios de Medio Ambiente y Fomento entre 1996 y 2004
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