La despreocupación ante la verdad equivale al encogimiento de hombros ante el verdadero bien de las personas.
Hoy en día el sistema político de la democracia es reconocido casi universalmente como el más adecuado a la dignidad humana y al logro del bien común (cf. Pontificio Consejo “Justicia y Paz”.Compendio de la doctrina social de la iglesia. nn. 406 y ss.).
A este propósito es oportuno señalar lo que afirma la Encíclica Centesimus annus: «La Iglesia aprecia el sistema de la democracia, en la medida en que asegura la participación de los ciudadanos en las opciones políticas y garantiza a los gobernados la posibilidad de elegir y controlar a sus propios gobernantes, o bien la de sustituirlos oportunamente de manera pacífica.
Por esto mismo, no puede favorecer la formación de grupos dirigentes restringidos que, por intereses particulares o por motivos ideológicos, usurpan el poder del Estado. Una auténtica democracia es posible solamente en un Estado de derecho y sobre la base de una recta concepción de la persona humana. Requiere que se den las condiciones necesarias para la promoción de las personas concretas, mediante la educación y la formación en los verdaderos ideales, así como de la "subjetividad" de la sociedad mediante la creación de estructuras de participación y de corresponsabilidad». (S. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus Annus, 46).
Es claro que la democracia debe estar al servicio de las personas. No sería suficiente ajustarse a unos procedimientos o reglamentos, si faltare la disposición de favorecer a los ciudadanos, poniéndose a su servicio. «Una auténtica democracia no es sólo el resultado de un respeto formal de las reglas, sino que es el fruto de la aceptación convencida de los valores que inspiran los procedimientos democráticos: la dignidad de toda persona humana, el respeto de los derechos del hombre, la asunción del “bien común” como fin y criterio regulador de la vida política. Si no existe un consenso general sobre estos valores, se pierde el significado de la democracia y se compromete su estabilidad” (Pontificio Consejo “Justicia y Paz”. Compendio de la doctrina social de la iglesia. n. 407).
Numerosos ambientes actuales están impregnados de relativismo, de indiferencia ante la verdad, como si cualquier aseveración fuera simplemente una opinión entre otras. La despreocupación ante la verdad equivale al encogimiento de hombros ante el verdadero bien de las personas. «Hoy se tiende a afirmar que el agnosticismo y el relativismo escéptico son la filosofía y la actitud fundamental correspondientes a las formas políticas democráticas, y que cuantos están convencidos de conocer la verdad y se adhieren a ella con firmeza no son fiables desde el punto de vista democrático, al no aceptar que la verdad sea determinada por la mayoría o que sea variable según los diversos equilibrios políticos. A este propósito, hay que observar que, si no existe una verdad última, la cual guía y orienta la acción política, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia» (S. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus Annus, n. 46).
La salud democrática de un país depende fundamentalmente de los valores de los ciudadanos. Si faltare la recta conducta moral, la honestidad y responsabilidad en el trabajo, el respeto a las personas y a sus derechos, la sinceridad en la relación con las otras personas, el sistema democrático estaría corrompido por dentro, por muchos remiendos que se le quisieran poner. La democracia es fundamentalmente «un “ordenamiento” y, como tal, un instrumento y no un fin. Su carácter “moral” no es automático, sino que depende de su conformidad con la ley moral a la que, como cualquier otro comportamiento humano, debe someterse; esto es, depende de la moralidad de los fines que persigue y de los medios de que se sirve» (S. Juan Pablo II, Carta enc. Evangelium Vitae, n. 70)
Rafael María de Balbín
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