Escribe el Dr. Aranguren: Últimamente, y para mi sorpresa, aprendo nuevas palabras que al parecer todo el mundo usa con naturalidad. Una de ellas es tránsfobo: una fobia de la que nunca había oído hablar, pala-bra que mi ordenador subraya en rojo diciendo que no existe, y que resulta que es uno de los mayores males que hay aunque, según parece, se trate de un trastorno muy minoritario –no el de los trans, que es dogma que no se debe calificar de trastorno, sino el de los transfóbicos, que es dogma que sí–.
Se me ocurría, todo inocente, que si se trata de una fobia (esto es, de un miedo irracional e injustificado) no hay razón para lapidar públicamente a esos pobres tránsfobos, pues a fin de cuentas –dicen los ideólogos de género– nadie elige sus miedos, ni sus tendencias, ni sus inclinaciones (sexuales ni, supongo, morales): las siente y lo auténtico es aceptarlas. Me pregunto si ser tránsfobo-fobo no será tan grave –o tan inocuo– como ser solamente tránsfobo: puestos a temer, temer a los que temen a los trans debería ser tan malo (o bueno, o inocuo) como simplemente sentir un único nivel de fobia. Y si traducimos “fobia” no por “miedo” sino por “odio”, ¿no son entonces igualmente odiadores?, ¿no son entonces igualmente culpables de hacer algo inaceptable –odiar la inclinación de otros, aunque sea una inclinación presunta-mente contraria a otra inclinación–?
Otro de los términos novedosos con los que me topo es el de ultracatólico. Digo novedoso porque al parecer representa a unos pocos católicos que se han vuelto majaretas y se han con-vertido en unos fanáticos peligrosísimos. La expresión ultra, no podemos negarlo, tiene siempre connotaciones ultra negativas, bien sea en forma de hinchadas violentas en los estadios de fútbol o de jóvenes nazis (¿o comunistas?) persiguiendo al disidente. Aunque a lo mejor ocurre que ultracatólico acaba siendo cualquier tipo/tipa que acepta el mensaje de la Iglesia (desde el Papa Francisco hasta la feligresa anciana del banco de delante que insiste en ir a Misa cada mañana).
Como siempre pasa con el lenguaje, lo necesario será definir la palabra antes de usarla. ¿Quién es un ultracatólico? ¿Alguien que se ha salido del tiesto de la Iglesia, o alguien que porque sigue la doctrina de la Iglesia no lo podemos soportar en nuestra sociedad abierta? (¿o deberíamos decir “cerrada” –a los que no son o piensan como “nosotros”–?).
Veamos un ejemplo para ver cómo se aplica esta etiqueta: en la maternidad subrogada, se trata de vender como normal el pago a mujeres para realizar la gestación de alguien del que tienen que renegar como hijo, y luego se pretende que sea normal afirmar que ese niño tiene dos papás, o un solo papá. Uno se niega a aceptar la normalidad de ambas conductas (la primera le recuerda radicalmente al comercio con seres humanos, la segunda es biológicamente insostenible). ¿Es eso ser ultracatólico? ¿La objetividad biológica es ideológica? ¡Caramba!
O se defiende que la adopción de niños debería ser prioritaria (y, por números de posibles adoptantes, exclusiva) de parejas heterosexuales, que además deberían ser estables –públicamente comprometidas a ser estables– porque lo que se defiende es el bien del niño. ¿Seré ultracatólico también en esto? Yo pensaba que tenía una cosa llamada sentido común, porque con ambas cuestiones también sería judío (¿ultra?), musulmán (¿ultra?, ¿yihadista?), budista (¿ultra?) o ateo (¿ultraateo, superateo?). La biología no depende de las creencias, sino de los hechos. Y el bien de los niños es el que es.
Resulta impresionante la agenda: se lanza una palabra que no se entiende, y se declara que apoyarla (a la palabra, y a todas las pretensiones de los que la usan) es lo mismo que militar en el “partido de la Verdad”. Se impone como pensamiento único (un nuevo dogma, una nueva inquisición, una nueva intolerancia) esa doctrina. Y quien se sale de la ortodoxia se convierte en el “mentiroso”, en el “odiador”, en el “fóbico”, en el “Otro”, en el “enemigo”. Y si los católicos no se adaptan a la nueva fe, deberán perder su cátedra, su profesión como educador, su palabra en los medios, su trabajo de médico o enfermera, o ir con los drag queens de Canarias, que al parecer no son fóbicos porque contra lo ultracatólico (¿o era lo simplemente católico?) no se pueden cometer falta o pecado, sino que se vive la casta virtud de la libertad de expresión.
El juego con las palabras, la “neolengua” mencionada por George Orwell en su novela 1984, es una constante de las sociedades en las que la ideología ha acallado a la razón. Ya nada significa nada, se han perdido las referencias objetivas (todo son definiciones decididas democráticamente), de modo que nada se puede defender de modo absoluto (ni la dignidad, ni la biología, ni el sentido común). Tampoco se puede analizar desde la crítica racional lo que la mayoría (la corrección política) impone: no se piensa, se acepta, se sonríe, se asiente a las lecciones de adoctrinamiento escolar y televisivo. Si alguien no piensa como está previsto se le reduce a una etiqueta (tránsfobo, fascista, ultracatólico…), y en nombre del relativismo total se defiende de modo fanático dogmas construidos desde la agenda de los ideólogos del mercado de las ideas. Quienes no comulgan con “la Verdad” son considerados indignos de participar en el juego social, y son reducidos a la condición de odiadores, de ultras, aunque ellos ni lo sientan así ni lo sepan.
El totalitarismo no viste solo con los bigotes de Stalin.
Por Javier Aranguren, doctor en Filosofía
aceprensa.com
Por Javier Aranguren, doctor en Filosofía
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