Una problemática creada artificialmente en torno a la educación pública es la definición de las connotaciones adjetivas que deben orientarla. Siempre hemos oído disparidad de posturas pero sorprende la ligereza con que algunas opiniones retuercen el concepto de lo público para presentar a los ciudadanos de hoy una realidad presuntamente respetuosa con los ideales y las creencias de todos, sin dejar de ser, en sus raíces, interpretaciones sectarias que buscan disfrazarse como planteamientos auténticamente democráticos y positivos.
Asentar como dogma una educación inclusiva basada en el principio del laicismo desde la laicidad de las instituciones públicas resulta paradójico por cuanto ambos términos se contradicen entre sí. El primero se opone a todo aquello que no sea estrictamente laico o que entienda que cuestiona sus planteamientos desde la razón teórica y práctica. La laicidad busca el reconocimiento diferenciado de lo civil y lo religioso promoviendo cauces de entendimiento, encuentro y conocimiento mutuos. Por desgracia, lo laico y la laicidad han sido deformados sistemáticamente por grupos que promueven el laicismo activo desvirtuando así sus verdaderos sentidos.
El socialista Gregorio Peces Barba, uno de los padres de la Constitución, ya advertía hace una década sobre la naturaleza del laicismo como un movimiento que reflejaba una actitud enfrentada y beligerante. Esta óptica nada sospechosa para los grupos de ideología de izquierda, supongo, dejaba al descubierto que las posturas e ideales defendidos desde el laicismo ni buscan el respeto por lo diferente ni promueven la libertad de todos los que forman parte de una sociedad democrática.
No se puede abanderar una educación inclusiva defendiendo de antemano la exclusión de un determinado conocimiento por el mero hecho de que no coincida con los pensamientos propios o no los valore con suficiencia. Por mucha publicidad que se haga de sus postulados, ningún grupo o asociación puede usurpar el derecho legítimo y democrático que les asiste a los padres para educar a sus hijos según sus convicciones. Las leyes y los espacios educativos deben articular medidas que lo hagan posible y habilitar fórmulas que lo desarrollen.
La actual ley educativa dio un paso importantísimo para posibilitar la educación de aquellos alumnos cuyas familias no deseaban unos conocimientos culturales y religiosos para sus hijos: el área de Valores Sociales y Cívicos, en Primaria, o Valores éticos, en Secundaria. Antes, recordemos, la alternativa al área de Religión Católica, era ninguna materia, ninguna oferta educativa, una situación claramente discriminatoria.
El área de Religión Católica está orientado al acercamiento a la cultura religiosa predominante en nuestro territorio que permite descubrir, comprender e interpretar la sociedad que se ha modelado en los últimos dos milenios de historia. Por ello, los alumnos de religión no son exclusivamente creyentes. Hay familias ateas, agnósticas e incluso de otras confesiones que valoran la importancia de conocer las raíces, las tradiciones, la cultura y las creencias del país en el que viven.
Conocer no practicar. He aquí otra manida trampa de los defensores de la ignorancia cultural religiosa. Confundir o colaborar a no distinguir la clase de Religión de la Catequesis es simplemente un adoctrinamiento laicista interesado o, lo que es peor, un ejercicio de desconocimiento conceptual y práctico supino. No es lo mismo conocer en qué creen los cristianos, cómo lo celebran, qué moral respetan, cómo se relacionan con Dios (ámbito escolar) que vivirlo como cristiano integrante de la familia de los hijos de Dios en cuyo seno cultiva progresivamente su fe (ámbito de la comunidad parroquial). El profesor de Religión busca que se conozcan los pilares fundamentales del cristianismo mientras que el catequista persigue la adhesión-vivencia al mensaje de Cristo.
Otra falsedad maliciosa reside en argumentar la presencia del área de Religión en la escuela como lastre de unos Acuerdos Internacionales entre el gobierno español y la Santa Sede. Invito al lector a consultar en Internet el mapa de la situación académica de la asignatura de religión dentro de la UE, realizado por su Comisión de Educación, organismo comunitario oficial ajeno a las Iglesias. El área de religión está integrado en los sistemas educativos de todos los países miembros con la única excepción de Francia, aunque en los departamentos galos de Lorena y Alsacia ya se haya habilitado un espacio educativo. Más aún.
En el ámbito comunitario, es obligatoria en la mayoría de los países del centro y norte, de mayoría protestante, y es materia optativa en los países del este y sur, de mayoría católica, con posibilidad de alguna exención como en el caso de Gran Bretaña. La auténtica democracia reside, pues, en facilitar el ejercicio de los derechos que son propios de los padres, no en usurparlos en base a la conveniencia ideológica y partidista de intereses oportunistas alarmantemente discriminatorios.
El espacio escolar debe ofrecer los conocimientos de todo aquello que favorezca la educación integral de los alumnos y les presente las claves del mundo y de la vida desde diversas concepciones para que pueda configurar su personalidad de manera libre y abierta, no amputada por modas o dogmas sociales muy discutibles, escondidos detrás de un lenguaje despreciativo que impulsa un adoctrinamiento intransigente hacia el diferente. Si hemos aprendido algo, custodiaremos entre algodones valores como el conocimiento, la convivencia pacífica, la libertad de elección, el respeto al otro, la sinceridad y los derechos humanos de todos, sí, de ¡todos!. Por eso creo que los padres y los jóvenes deben gozar del derecho a elegir libremente entre Religión y Valores. Si esta opción se diluyera, constataríamos tristemente que el peor peligro contemporáneo, residente en el fanatismo ideológico, habría triunfado. Y me huele que, entonces, no sería el fanatismo religioso el que debería preocuparnos en España.
Juan Carlos García Caballero
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