Escribe Ignacio Sánchez Cámara: «Abominar de estos textos por proceder de la época de Franco podría ser tan descabellado como abominar de los semáforos o la televisión o el fútbol por el mismo motivo. Entre los errores del franquismo no se cuenta precisamente el amor a España. Ni Quevedo queda mancillado porque lo seleccionara Torrente Ballester».
La Providencia, lo que los descreídos llaman casualidad, ha vuelto a poner en mis manos, con motivo de traslados y mudanzas, un viejo libro escolar, lejano, pero no olvidado. Se trata de una obra publicada como libro de texto para el Segundo Curso del viejo Bachillerato de la asignatura denominada Formación del Espíritu Nacional. Para muchos, una despreciable antigualla franquista. Puede ser. Sus presuntos lectores contaban unos once años.
Eran, éramos, maravillosa edad, aprendices de hombre. La primera edición es de 1960. Comenzaban los sesenta, apasionantes y errados, jóvenes y ya vetustos. Pero eran nuestros sesenta. En honor a la verdad, debimos de leer más bien poco, pero algo, tal vez, quedó. Se trataba, permítaseme el empleo del pasado, aunque el libro sobrevive a la devastación del tiempo, de una antología de textos, agrupados bajo los siguientes epígrafes:
Convivencia, Modos de relación humana, Autoridad y libertad, El trabajo y La persona. Y todo movido por un impulso indeclinable de amor a España y vocación educativa. Lo encabezaba una cita de Eugenio d’Ors, español por catalán. Rezaba así: «Todo pasa. Pasan pompas y vanidades, pasa la nombradía como la oscuridad. Nada quedará, a fin de cuentas, de lo que hoy es la dulzura o el dolor de tus horas, su fatiga o su satisfacción. Una cosa sola, Aprendiz, Estudiante, hijo mío, una sola cosa te será contada, y es tu Obra Bien Hecha». Amén.
Y se sucedía un rosario de textos, nacidos del amor al hombre y la devoción a España, seleccionados e introducidos por Gonzalo Torrente Ballester. Entre otros, Aldecoa, el anónimo autor del Myo Cid, Calderón, Cela, Cervantes, Eva Curie, Chejov, Chesterton, Dostoyevski, Esquilo, Fustel de Coulanges, Gobineau (no lo omitiré, con un texto sobre Miguel Ángel), san Isidoro de Sevilla, Kipling, Laín Entralgo, Manuel Machado, Azorín, Gabriel Miró, Ortega y Gasset, Papini, Pérez Galdós, Platón, José Antonio Primo de Rivera (tampoco lo omitiré, pero, ¿cabe dudar de su amor infinito a España?), Quevedo, Rubén Darío, Sánchez-Albornoz, Shakespeare, Sófocles, Spengler y Alphonse de Vigny. Fascistas todos. Más dos textos del Evangelio y del Antiguo Testamento.
No se trata de un ejercicio de nostalgia de las cosas que han pasado, como canta el tango «Sur». Ni una improbable preferencia por el pretérito. Creo que nuestro verdadero patrimonio es el presente, pero somos el pasado y, sobre todo, el futuro. El pasado vive y actúa en nuestro presente. Somos lo que hemos sido y lo que seremos, lo que debemos ser. Leo Perutz, en El maestro del Juicio Final, afirma: «Has de saber que las cosas que ocurren no terminan nunca». Por lo demás, Jorge Manrique, que bien podría haber estado en la antología de Torrente Ballester, no afirma que cualquier tiempo pasado fue mejor, sino «cómo a nuestros parescer», cualquiera tiempo pasado fue mejor. No fue, pues, mejor, sino que sólo nos lo parece. No tengo nostalgia de 1965. Si acaso, la tengo de mis once años. En realidad, pienso, con Hegel, que las ruinas son la fisonomía del pasado. Pero hay ruinas tan magníficas…, por ejemplo, Atenas o Roma.
Abominar de estos textos por proceder de la época de Franco podría ser tan descabellado como abominar de los semáforos o la televisión o el fútbol por el mismo motivo. Entre los errores del franquismo no se cuenta precisamente el amor a España. Ni Quevedo queda mancillado porque lo seleccionara Torrente Ballester. Es verdad que no poco se debió de hacer mal, cuando aquella generación, salvo, sin duda, notables excepciones, no se haya decantado por el rendido amor a la Patria, tal vez porque lo vieran ejercido por quienes políticamente despreciaban.
Por mi parte, no puedo pasar mis ojos sobre las viejas páginas sin sentir nostalgia, tristeza y casi dolor. Y sin dejar de pensar que quienes entonces cursábamos el Bachillerato, con nuestra ligera carga de once años, estábamos muy lejos de la Atenas de Pericles o de la Florencia de los Medici, pero algunos maestros, acaso sabios sin saberlo, nos inculcaron el amor a la religión, a la cultura y a España. De ninguna de las tres cosas, ni ellos ni nosotros, tenemos que lamentarnos ni avergonzarnos. Por el contrario, sólo podemos deplorar su transitorio eclipse actual.
Ahora, cuando la nuestra padece el mayor mal que una nación puede sufrir, que es la amenaza de su destrucción, resbalan mis ojos por las páginas del viejo libro y comprendo que el problema de España es, hoy como hace cien años, un problema educativo y, por lo tanto, moral. Dicen que el nacionalismo se cura viajando, y no se interpreten mis palabras como mero nacionalismo español, pues el amor a la Patria no es nacionalismo, sino patriotismo.
El odio a España se cura leyendo, estudiando. No con la fatua petulancia del recuerdo de las glorias del pasado, que, pese a que a muchos les duela, existieron, sino con la enérgica pasión por la nación que dejaremos a nuestros hijos. La Patria es más la tierra de los hijos que la de los antepasados. Más doloroso es el suicidio de una nación que su muerte a manos enemigas y ajenas. No existe un problema nacional más profundo que el de la supervivencia de la nación. Y es un problema, como todos los hondos, de naturaleza espiritual.
Si algún amable lector me reprochara un ejercicio de vacua nostalgia, sólo le pediría que lo piense un poco más. Cedo, sin más, la palabra a Torrente Ballester, al comienzo de su antología y después de expresar su confianza en la vida eterna:
«Naciste hombre, y hombre serás eternamente. Y has sido puesto en el mundo precisamente para vivir entre hombres, para sufrir y gozar con ellos, y para hacer con ellos, entre ellos, tu vida, minuto a minuto. Porque, al hacerte hombre, se te dio una vida para que la vayas haciendo: una vida de la que serás responsable».
Es poco probable que alguien con once años lea este libro y, quizá menos aún, este artículo. Tú, improbable lector de once años, has de ser aprendiz de hombre. Mas no creas que es tarea menor la de aprendiz. Todos, todos somos sólo aprendices. La de aprendiz de hombre es una tarea inacabable. Y, no sin esfuerzo, podemos acercarnos, día a día, a ese ideal. No se aprende sólo en la niñez o en la adolescencia. Es la tarea de toda la vida: ser aprendiz de hombre.
Ignacio Sánchez Cámara
abc.es
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