La gloria de cada hombre y el destino de un país dependen del coraje de aquellos hombres y mujeres, que desterrando la tristeza y cultivando la alegría se olvidan de sí mismos para pensar en lo otro, en los otros, en el Otro.
Una sociedad está determinada por factores diversos; cultivados todos ellos crean la riqueza material y la fecundidad moral para sus miembros. En cada momento vamos siendo determinados por unas u otras de las realidades que forman su tejido, tendiendo a absolutizar una de ellas con olvido o negación de otras.
No tenemos capacidad de realizar todas las aspiraciones que en un momento germinan ni podemos absolutizar una hasta negar el respiro a otras que nos parecen alternativa. Es tarea de la inteligencia despierta y crítica el descubrir por un lado los gérmenes y por otro los silencios o absolutizaciones, que en cada momento deterioran el tono vital, generando violencia o desesperanza.
Hay que comenzar por el reconocimiento de los grandes ámbitos en los que se despliega lo humano: necesidades, derechos y deberes. Las necesidades son de muy diverso orden, desde las físicas inmediatas a las sociales, las espirituales, las morales y las religiosas. Una mujer tan lúcida como Simone Weil nos dejó en su libro: El arraigo, escrito durante su exilio en Londres mientras duraba la segunda guerra mundial, un análisis de los que consideraba órdenes a los que la persona y la sociedad deben atender para mantenerse a la altura de su dignidad.
Consideraba el desarraigo como una de las llagas de la humanidad contemporánea. El arraigo supone el reconocimiento de origen, la consciencia del tiempo y lugar propios, el sentido de pertenencia y de solidaridad con una historia y con una comunidad, a las que uno se debe y en las que uno confía.
Comienza analizando lo más esencial: las que considera «necesidades del alma». Estas son: «El orden, la libertad, la obediencia, la responsabilidad, la igualdad, la jerarquía, el honor, el castigo, la libertad de opinión, la seguridad, el riesgo, la propiedad privada, la propiedad colectiva, la verdad». Para ella el orden es la primera de esas necesidades e incluye la belleza, el gozo del arte, con la alegría de vivir. Las obligaciones en respuesta a esas necesidades fundan la respectiva verdad de cada hombre y de una sociedad. Solo se es persona en relación, amor y servicio al otro.
De ellas dice nuestra autora: «Quien quiera que para simplificar los problemas niega ciertas obligaciones ha concluido en su corazón una alianza con el crimen». A partir de este doble fundamento: necesidades y obligaciones, comprende el lugar propio de los derechos y de los deberes.
Solo son reales aquellos derechos a los cuales los demás se sienten con el deber de responder. Lo mismo que la libertad solo es tal cuando está referida y convivida con los demás, mientras que aislada se convierte en amarga soledad y anticipo de condenación.
Si uno mira al fondo de la sociedad española constata, junto a la riqueza de logros históricos y sociales, algunas actitudes y acentos que son preocupantes. Me refiero a una tristeza de fondo con la pérdida de la alegría, a un retraimiento con pérdida de confianza en algunas de las instituciones y poderes que nos gobiernan.
Sería excesivo decir que hemos comenzado a sentir un sentimiento envenenado: estar vigilados, temer que alguien está indagando nuestras acciones para delatarnos o presionarnos. A partir de ese instante ya no nos sentimos seguros ni pacíficamente asentados en nuestro diario vivir.
Esto ocurre cuando el servicio, defensa y protección por parte de las instituciones políticas de partidos o del Estado son sentidos no tanto como protectores de nuestra libertad cuanto como testigos de nuestro pasado, espiando nuestro presente, y queriendo ser así ser dueños de nuestro futuro.
Una sociedad que comienza a pensar que su vecino, amigo o compañero de trabajo, pueden delatarle es una sociedad donde está siendo cortada la raíz de la libertad. La confianza colectiva en que son el derecho, la justicia y la libertad los que priman frente a la impunidad, la delación, la envidia o la sospecha son condición de la paz verdadera, tanto de la personal como de la social.
Uno de los grandes maestros del pensamiento moral en el siglo XX, Max Scheler, habló de la «traición a la alegría», que con el amor, es la fuente más honda del ser y de la acción moral. Uno de los escritores ingleses más leídos en el siglo XX, C. S. Lewis, el amigo de Tolkien con quien compartió proyectos y epopeyas literarias, escribió su autobiografía bajo este título: «Cautivado por la alegría».
La alegría no ha sido tratada en los manuales de ética y en los libros de moral clásicos. Han triunfado el intelectualismo de Aristóteles en el que el orden de la inteligencia determina el orden de la voluntad, a la vez que ha triunfado Kant con sus imperativos categóricos, poniendo al hombre ante un absoluto de exigencia, de quien sobre todo le llegan imperativos, sin que reciba a la vez la fuerza para llevar a cabo sus requerimientos, pudiendo hacer lo que quiere o debe hacer.
¿Cuál es la fuente de la que manan nuestra vida moral y nuestra implantación en la existencia, esa que conforma nuestras disposiciones fundamentales? San Agustín acuñó la frase que orientará el pensamiento hasta nuestros días al establecer la verdad como el fundamento de la alegría: «La vida feliz es el gozo de la verdad (gaudium de veritate)».
Junto la búsqueda de la verdad está la justicia, que nos precede y cuyas huellas seguimos. Verdad y justicia son así los dos pilares de la alegría. Ellas otorgan contenido personal a lo que desde Pascal hemos llamado «el orden del corazón», «la lógica del corazón», que responden a una dimensión entrañable y no desarraigable de la vida humana: la necesidad der ser amados.
El «ordo amoris» es tan esencial para la vida humana como el «ordo rationis». Sin aquel prevalecerán una racionalidad sin gozo y una tristeza, a la que acompañarán casi ineludiblemente la envidia, el resentimiento y el odio final.
En esa tradición que, manando de la Biblia, pasa por San Agustín y llega a Pascal, el corazón es el órgano de los sentimientos y presentimientos, que no es un orden alternativo a la razón sino que la incluye, empujándola a ser razón algo más que razón pura, llegando a ser razón cordial.
A ser algo más que razón instrumental autónoma y dominadora, siendo razón compadeciente y solidaria. La razón y el corazón, como la justicia y la misericordia, no son alternativas, ya que cada una responde al doble orden de la objetividad real y de la existencia personal. Ni San Agustín ni Pascal, grandes en el orden de la filosofía el uno y de la matemática el otro, eran ingenuos o vulgares románticos, al reclamar los cauces de una ejercitación del corazón para que brote la fuente de la alegría.
Si comencé con una cita de M. Scheler sobre la alegría, concluiré con la de otro maestro de la ética de los valores en el siglo XX Nicolai Hartmann. En uno de los títulos de su Ética une tres palabras que hoy nos son especialmente necesarias, «Coraje moral y alegría por la responsabilidad».
«La vida moral es riesgo y requiere coraje en todos sus momentos. Junto al coraje para la acción, está el coraje para la palabra, para la propia convicción, para la propia opinión, el coraje para la verdad…». La alegría nace del que se atreve, piensa y trabaja, no del que esquiva decisiones.
Dante sitúa en el vestíbulo del infierno a los que llama «ignavos»: los que vivieron sin merecer alabanza ni vituperio, porque solo vivieron para sí mismos. La gloria de cada hombre y el destino de un país dependen del coraje de aquellos hombres y mujeres, que desterrando la tristeza y cultivando la alegría se olvidan de sí mismos para pensar en lo otro, en los otros, en el Otro.
Olegario González de Cardenal, teólogo
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Juan Ramón Domínguez Palacios
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