La templanza nos permite disfrutar de los bienes con
libertad, sin permitir que nos dominen ni esclavicen. Todo hombre y mujer se
reconocen frágiles ante los elementos, les resulta imprescindible poseer bienes
con los que resolver la existencia.
Es necesario un mínimo de bienestar para practicar los
valores. También es natural que, como seres vivos, sensibles e inteligentes,
deseemos lo agradable, busquemos lo grato y placentero. Templanza es equilibrio
en esta inclinación a lo agradable.
Consiste en una armonía interior que
permite a la persona elegir bien: modera estas inclinaciones para que no nos
perjudiquemos, para que el afán de tener más no nos esclavice y los placeres no
nos dominen.
La templanza permite que nuestra vida no pierda el norte. Si
los placeres, los vicios, la avaricia de dinero acaparan la vida de las
personas, estas pierden de vista el fin para el que han nacido, que es amar a
los demás, hacer el bien, ser felices. Y es difícil el equilibrio y la armonía:
heridos por la debilidad original, estas inclinaciones pueden llegar a ser muy
fuertes.
Si son arrastradas por ellas, las personas renuncian a su
grandeza y a su dignidad; se empequeñecen atraídas por unas metas que, una vez
alcanzadas, no proporcionan la felicidad que se buscaba, se quedan presos de
las cosas y de los placeres. Así, el hombre se encuentra ciego ante el
horizonte y no camina, no crece, no se dirige a su plenitud humana.
La templanza es el escudo que protege de la ambición
desmedida, de la avaricia, la codicia, la gula, la ira, la envidia, la lujuria,
el excesivo lujo, vicios, apegos desordenados que llevan siempre a la tristeza,
a la incapacidad para tener otros valores. A veces, algunas actividades,
costumbres, aficiones que son en sí buenas se convierten en indispensables y
les dedicamos excesiva atención y tiempo; de alguna forma, nos atan o nos
impiden dedicarnos a deberes importantes.
La templanza es esa protección y amparo que nos permite
mantener el equilibrio necesario para ayudar a los demás y ser felices.
Afán por el dinero:
la codicia
El mal siempre comienza cuando aparece la codicia, el amor
desmedido al dinero, cuando se desea tener siempre más, de un modo imparable
para fines propios, para lujos, placeres y caprichos. El afán de poseer muchos
bienes y darse a la buena vida pervierte el corazón del hombre. El lugar que
debían ocupar los demás lo llena ahora el dinero, los bienes materiales que se
han convertido en males.
Es una especie de epidemia que afecta a todos: a grandes y
pequeños, a hombres y a mujeres, al que ya tiene y al que carece de todo. La
codicia es una semilla que crece y lo invade todo. Arraiga en el alma. Echa
fuertes raíces difíciles luego de arrancar. El amor a las riquezas se parece al
agua salada; cuanto más se bebe, más sed da. El afán desmedido por poseer más
nunca tiene fin, nunca se satisface y lleva a la infelicidad.
Se intenta llenar con bienes materiales un vacío interior, y
eso es imposible. Nuestro corazón está hecho para Dios y solo Él puede
llenarlo. Son abundantes las noticias sobre personas corruptas que evaden
grandes capitales a paraísos fiscales, defraudan a la hacienda pública,
invierten el dinero de los clientes en beneficio propio exclusivamente,
participan en negocios delictivos… Siempre podemos ayudar a los demás para que
comprendan cuáles son los verdaderos bienes y cuánta es la importancia de no
idolatrar el dinero; recordarles que «no bajan con el rico al sepulcro sus
riquezas».
El buen uso de la
riqueza
Con gran facilidad, la abundancia de bienes hace olvidar que
la vida es camino. El poeta castellano lo dice así: «este mundo bueno fue / si
bien usásemos dél / como debemos, / porque, según nuestra fe, / es para ganar
aquel / que atendemos»[ Jorge Manrique, Coplas a la muerte de su padre].
Esta visión clara sobre el sentido de la vida humana, de la
vida de cada uno, abre la generosidad de muchas personas: cientos de proyectos
sociales nacen y se desarrollan financiados gracias a esta solidaridad.
Hospitales, colegios, centros de formación profesional,
universidades, nuevas iglesias, centros de formación para sacerdotes,
asociaciones sin ánimo de lucro, centros de acogida para personas con escasos
recursos, comedores gratuitos: son innumerables las iniciativas en las que los
ricos pueden ayudar.
Quienes se dedican a la empresa, naturalmente han de buscar
obtener ganancias económicas razonables, como justa retribución de sus
esfuerzos y del servicio que prestan a la sociedad. Pero han de evitar la
tentación de buscar el dinero, el poder o el éxito profesional por encima de
todo. (…) El dinero –como el poder o el prestigio– es solo un instrumento; no
debe convertirse en un fin.
Las grandes
diferencias sociales y económicas que existen están reclamando la generosidad
de los que más tienen. Solo así puede ir desapareciendo la injusticia. Cerrar
los ojos ante la miseria que padecen tantas familias, ante el hambre de miles
de niños, ante las carencias que sufren personas cercanas y lejanas, es una
injusticia tan grande que no se puede medir.
Comemos para vivir, y no al revés. Sin embargo, la historia
y el presente ofrecen espectáculos y acontecimientos que parecen desmentir esta
afirmación tan natural. Porque se puede idolatrar la comida, se puede llegar al
sibaritismo extremo y se puede comer y beber hasta la saciedad, sin decir
basta, a pesar de los perjuicios sobre la salud. La gula rebaja al hombre:
obnubilado por el comer pierde dignidad y grandeza, y esto ofende también a
Dios, que nos creó para cosas grandes, buenas, maravillosas.
Es irracional consumir, por instinto, por avidez o placer,
cantidades desproporcionadas. Esta ausencia de dominio degrada a las personas.
No debemos magnificar la comida, como les ha ocurrido a algunas personas: comer
no es un fin, sino medio para estar sanos y fuertes. La valoración excesiva del
comer indica pobreza de valores. Enaltecer la comida -como ocurre en no pocos
ambientes– demuestra que un materialismo egoísta se ha apoderado de las
personas y ya no se ve que existen valores y bienes mucho más nobles.
Este es un consejo lleno de sabiduría: «come poco y cena más
poco, que la salud de todo el cuerpo se fragua en la oficina del estómago. Sé
templado en el beber, considerando que el vino demasiado ni guarda secreto ni
cumple palabra»[Miguel de Cervantes, El Quijote, II, 43].
La Biblia habla del vino que alegra el corazón del hombre, y
sabemos que es cierto. Sin embargo, con el exceso en la bebida el hombre actúa
contra sí mismo, no solo porque daña la salud, sino por los efectos de la
embriaguez: embota los sentidos, impide la relación con los demás, provoca
violencia, envilece y, si se convierte en vicio, impide trabajar y preocuparse
por los demás.
Al fin, la persona no puede pasar sin la bebida y esta
dependencia le provoca un fuerte desprecio de sí mismo. Un hombre de bien
encuentra múltiples motivos para ser sobrio y razonable.
Comprar por capricho
«Conténtate con lo que basta para pasar
la vida sobria y templadamente»[San Josemaría Escrivá]. Un consejo para los
hombres y mujeres de todos los tiempos y para todos, válido muy especialmente
para nuestra sociedad de consumo. Es fácil dejarse fascinar por multitud de
productos que se anuncian; mercados y escaparates ofrecen y presentan como
necesarios caprichos en los que muchos cifran su felicidad.
Aprender a no
enfadarse
La ira también se dirige contra la templanza, es una reacción incontrolada. Las
personas que se enfadan con violencia perjudican y amargan a los de alrededor;
a veces sus reacciones surgen por cuestiones banales. Las personas susceptibles
y suspicaces tienden a enfadarse, aunque no existan motivos suficientes.
Bastaría con que fuesen algo más razonables, más inteligentes, para comprender
que ese comportamiento está fuera de lugar, desentona y resulta ridículo. La
ira puede, también, permanecer soterrada: no aparece, pero interiormente se
convierte en rencor. Así, existen personas que conservan durante mucho tiempo
el recuerdo de la injuria recibida. En ocasiones, el afán de comodidad lleva a
reaccionar mal ante un pequeño esfuerzo.
Estas reacciones indican debilidad y, después de todo, se ve que la ira no
sirve para nada y que mejor hubiera sido no enfadarse. Un sabio de la antigüedad
se hace estas preguntas acerca de los enfados tontos: «¿De qué proceden en
verdad esos accesos de ira por una tos o estornudo, por una mosca que no han
espantado bastante pronto, por encontrar en nuestro camino un perro, por caer
inadvertidamente una llave de la mano del esclavo?
¿Soportará con tranquilidad
los gritos populares, los sarcasmos del Foro y de la curia, aquel a cuyos oídos
ofenden el ruido de una silla arrastrada? ¿Soportará el hambre y la sed en una
guerra de estío el que se irrita contra el esclavo que ha disuelto mal la nieve
en el vino?»[ Séneca, De la ira, II, XXV].
Todo está en reflexionar, restar importancia a lo que
molesta, dejar de pensar en lo que nos ha irritado e intentar olvidarlo pronto.
Valor ejemplar de la
templanza
El ejercicio de la templanza –este elegir entre los bienes los mejores– queda
patente a los ojos de los demás: el trato cercano con las personas que ejercen
esta virtud descubre que se trata de hombres y de mujeres muy libres, gente que
no está atada a las riquezas, a los placeres, a la comodidad, a la fama.
Quienes han puesto el corazón en el verdadero tesoro gozan
de la alegría y la paz que las cosas de la tierra no pueden dar. Por eso, son
personas atrayentes, convincentes: sin alarde, sin llamar la atención, sus
actos indican que hay más felicidad en dar que en recibir, en vivir
desprendidos, que afanados por atesorar, en superar la inclinación al placer
que en ser esclavos de las tendencias más bajas.
No conviene adaptarse a los niveles más bajos de la
naturaleza humana, a pesar de que nuestro mundo haya vestido de glamur tantas
actitudes que rebajan la dignidad de las personas. La templanza es virtud muy
visible, sus actos son evidentes a los demás, aun cuando no sean llamativos; la
sobriedad es el espejo en el que se descubre una vida plena y libre: detrás de
ella se ve a alguien que ha elegido no vivir como un ave de corral, sino volar
como las águilas, cerca de Dios.
Los cristianos, en este contexto, pueden –Dios
lo quiere así– ser reflejo vivo de Jesucristo, que nació y vivió pobre, llevaba
una túnica de buena calidad, comió y bebió con personas de toda condición, en
ocasiones no tuvo un techo donde dormir, algunos días no tenía tiempo para
comer, no montó a caballo sino en burro y así recorrió a pie los caminos de
Palestina de norte a sur. Al hablar de felicidad y bienaventuranza nombró a los
pobres, los pacíficos, los limpios de corazón, los que lloran, los
misericordiosos… “Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en
el reino de los cielos”.
Juan Ramón Domínguez-Palacios
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