La humildad consiste esencialmente en la conciencia del puesto que ocupamos frente a Dios y frente a los hombres, y en la sabia moderación de nuestros deseos de gloria. Nada tiene que ver con la timidez, la pusilanimidad o la mediocridad.
La humildad no nos prohíbe tener conciencia de los talentos recibidos, ni disfrutarlos plenamente con corazón recto; solamente nos prohíbe el desorden de jactarnos de ellos y presumir de nosotros mismos. La humildad descubre que todo lo bueno que existe en nosotros procede de Dios, porque de su plenitud hemos recibido. Todo lo bueno es de Dios, del hombre es propio la deficiencia y el mal.
El humilde es persona agradecida a Dios y a sus semejantes, porque sabe que es mucho lo que debe.
La humildad está en la base de todas las virtudes, y, sin ella, ninguna otra existe. En la medida que la persona humana se olvida de sí mismo, puede preocuparse y atender a los demás.
En muchas faltas de caridad han existido antes vanidad, orgullo, egoísmo, deseos de sobresalir, etc. Faltas de humildad, en definitiva.
Jesús es el ejemplo supremo de humildad. Nadie tuvo jamás dignidad comparable a la de Él, nadie sirvió con tanta solicitud a los hombres: yo estoy en medio de vosotros como un sirviente.
A la humildad se oponen el egoísmo y la soberbia, entendido el primero como exclusiva referencia de las personas y de las cosas a uno mismo, y la segunda como falsa valoración de las cualidades propias y deseo de gloria desordenado. La soberbia es "raíz y madre" de todos los pecados, incluso de los capitales y el mayor obstáculo que el hombre puede poner a la ayuda de Dios, a la vida en familia, a la honradez profesional, a la amistad, etc.
Con la
humildad se relacionan las demás virtudes, pero de modo especial: la alegría,
la obediencia, la castidad, el deseo de recomenzar, la comprensión, la
sencillez, la afabilidad, la magnanimidad, etc. Entre los muchos frutos que
produce en el corazón esta virtud sobresalen los siguientes: una paz profunda,
aun en medio de debilidades y flaquezas, sabiduría para entender en las cosas
que se refieren a Dios y, externamente, frutos abundantes en la solidaridad y en la caridad. La persona
humilde tiene una especial facilidad para la amistad.
San
Josemaría nos recuerda algunas señales de falta de humildad:
"Déjame que te recuerde, entre otras,
algunas señales evidentes de falta de humildad:
–pensar que lo que haces o dices está
mejor hecho o dicho que lo de los demás;
–querer salirte siempre con la tuya;
–disputar sin razón o –cuando la tienes–
insistir con tozudez y de mala manera;
–dar tu parecer sin que te lo pidan, ni
lo exija la caridad;
–despreciar el punto de vista de los
demás;
–no mirar todos tus dones y cualidades
como prestados;
–no reconocer que eres indigno de toda
honra y estima, incluso de la tierra que pisas y de las cosas que posees;
–citarte a ti mismo como ejemplo en las
conversaciones;
–hablar mal de ti mismo, para que formen
un buen juicio de ti o te contradigan;
–excusarte cuando se te reprende;
–encubrir al Director algunas faltas
humillantes, para que no pierda el concepto que de ti tiene;
–oír con complacencia que te alaben, o
alegrarte de que hayan hablado bien de ti;
–dolerte de que otros sean más estimados
que tú;
–negarte a desempeñar oficios
inferiores;
–buscar o desear singularizarte;
–insinuar en la conversación palabras de
alabanza propia o que dan a entender tu honradez, tu ingenio o destreza, tu
prestigio profesional...;
–avergonzarte porque careces de ciertos
bienes..."
Surco n. 263
Juan Ramón Domínguez Palacios
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