La experiencia médica en cuidados paliativos señala, como afirma Jacinto Bátiz, que el enfermo “no es que quiera morir, lo que no quiere es sufrir”
Un médico amigo, me acaba de enviar un artículo cuyo título no deja de ser ciertamente llamativo: “De cuidar la vida a administrar la muerte”. Nada más verlo intuí por dónde iría su contenido, y dije para mí: ¡Has dado en el clavo! Jacinto, que así se llama mi amigo, temeroso quizás de haber ido un poco lejos, comienza con estas palabras: “Reconozco que el título que he elegido para este artículo tal vez sea muy fuerte, pero quiero reflejar en él lo que deseo compartir con quien elija leerlo”.
Nada más acabar su lectura le envié este comentario: “Muchas gracias... He leído con mucho gusto tu artículo; sólo me bastó ver el título y exclamar para mis adentros: ¡Me gusta! Después, al ver cómo empezabas, me he dicho: No, no has ido lejos, porque lo “fuerte” no es el título; lo “fuerte” es la locura de ley que han aprobado, y que lleva desgraciada y justamente, a eso que escribes: “De cuidar la vida a administrar la muerte”. No escribe un cualquiera sino un prestigioso y reconocido profesional: Jacinto Bátiz, jefe del Área de Cuidados Paliativos del Hospital San Juan de Dios de Santurtzi desde 1993 hasta 2017; actualmente director del Instituto para Cuidar Mejor −del mismo Hospital− y presidente de sección de Cuidados paliativos en la Academia de Ciencias Médicas de Bilbao; cuenta con numerosas publicaciones y fue elegido por Diario Médico como uno de los 25 embajadores de la Medicina española.
Tiene muchos años a sus espaldas, de cuidar enfermos en fase terminal, y a sus entornos familiares ¡tan importantes!; conoce muy bien el terreno que pisa. Su artículo merece una lectura serena y pienso que, al final, será muy difícil no darle toda la razón. Con estas líneas me gustaría recoger y comentar alguna de sus consideraciones.
Se duele, razonablemente, de que a la noble profesión médica pensada para cuidar la salud y la vida de las personas, se le ponga en la tesitura de “a partir de ahora, tener una función más: la de administrar la muerte de quien la solicite”. Porque, añade, según el texto de Ley Orgánica de regulación de la eutanasia, cabe administrar «la prestación de ayuda para morir», en sus dos modalidades, como se refleja en el art. 3 de la citada ley: «1ª) La administración directa al paciente de una sustancia por parte del profesional sanitario competente. 2ª) La prescripción o suministro al paciente por parte del profesional sanitario de una sustancia, de manera que esta se la pueda auto administrar, para causar su propia muerte». Y ante tantas facilidades para dar muerte, seguimos “sin el derecho a la atención adecuada, eficaz y universal durante la etapa final de nuestras vidas”.
Frente a esa fría y escueta letra de muerte de la ley, este profesional que ha cuidado a miles de enfermos en situaciones de dolor y sufrimiento −no son lo mismo estos términos−, invita a reflexionar sobre qué hace sufrir al enfermo y, eventualmente, en algún caso extremo qué le lleve a solicitar su propia muerte. La experiencia médica en cuidados paliativos señala, como afirma Bátiz, que el enfermo “no es que quiera morir, lo que no quiere es sufrir”. Esto se lo he oído también a muchos otros médicos. Y cuando ese fin se consigue con los cuidados paliativos, rarísimo es el enfermo que pide morir. Por otro lado, todo médico sabe bien que el sufrimiento producido por dolores físicos, orgánicos, puede atenuarse hasta casi desaparecer por completo, con los analgésicos de hoy día. Incluso, cuando sea el caso, cabe recurrir a una sedación sin necesidad de “administrar la muerte” que es algo muy distinto. Son muchos más los aspectos que habría que considerar en esta dura realidad del fin de la vida, imposible, por razones de espacio, de tratar aquí. Sí deseo añadir alguna modesta consideración más.
En noviembre pasado, en plena pandemia del Covid-19, ya empezaron a sonar tambores de guerra para preparar una ley que pretendía el derecho a la así llamada “muerte digna”: una expresión sumamente equívoca y peligrosa porque todos tenemos ese derecho, sin necesidad de añadirle ley alguna. La dignidad está en la persona y en su modo de afrontar y de ayudar humanamente al enfermo y a sus familiares, en ese difícil paso.
El pasado 9 de noviembre antes de que esa Ley comenzara a prepararse en el Congreso, falleció Luis −otro amigo, médico como yo−, que llevaba casi treinta años en silla de ruedas. Antes del 2000 viví con él varios años y jamás le oí entonces ni más tarde, nada que tuviera que ver con la eutanasia. Al día siguiente de su muerte escribí un artículo −“Luis, el millonario que perdió seis Euros”− en el que, entre otras cosas alababa su testimonio en favor de la vida. Decía así: “Luis nos habla alto y claro, especialmente en estos momentos en los que se habla de una ley que resulta, cuanto menos, estridente. Sí, según el diccionario de la Academia de la Lengua, “estridente” es algo agudo, desapacible e irritante; algo −continúa el diccionario− “llamativo, que presenta un contraste violento”. Pero ¿acaso no es irritante y llamativo que, en plena pandemia, cuando se está haciendo lo imposible por salvar vidas humanas, se pretenda facilitar o anticipar la muerte? Porque eso es lo que se busca, según el texto de la ley en próximo debate: reconocer el derecho a morir a personas que padezcan una enfermedad o una discapacidad grave que no tengan más opciones de tratamiento y que, respaldadas por informes médicos, quieran voluntariamente acabar con su vida”. Pasó poco más de un mes y lo irritante y estridente de la Ley se consumó.
Una ley, conviene recordarlo, que en absoluto pedía la sociedad, que no contó con el parecer de los médicos ni de los expertos del Comité de Bioética, ni dictámenes de las sociedades científicas…; en fin, una ley sin debate serio y contraria al bien común, a pesar de la mayoría alcanzada en el momento de votarse. Algunos nada más aprobarse la proclamaron como un gran triunfo de la libertad y de los derechos humanos. Más bien habría que concluir lo contrario, como escribe Bátiz, porque “la eutanasia revela paradójicamente el poder y la impotencia del hombre. El poder de disponer de la vida ante su impotencia frente a la muerte (…) Un poder, a fin de cuentas, pobre y aniquilante. Este es el poder que se nos ha concedido a los médicos con esta ley a partir de ahora: administrar la muerte a quien nos la solicite”.
Ojalá sean mayoría ¿por qué no todos?, los médicos que con el más hondo sentido de la vida y dignidad humana, en uso de su saber profesional y de su libertad de conciencia, se alineen en favor de la vida y se decidan a “nadar contracorriente”; a la vez, por supuesto, que con su saber y buen hacer profesional ayuden a los enfermos suprimiendo sus dolores y facilitándoles el paso sereno y en paz a la otra vida. En estos tiempos en que lo fácil es dejarse llevar, esos médicos “por la vida” coincidirán con Chesterton −y lo sentirán en su propia carne− cuando afirmaba que “sólo quien nada a contracorriente sabe con certeza que está vivo”.
José Antonio García-Prieto Segura,
en religion.elconfidencialdigital.com
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