La utopía tecnológica gestada en Silicon Valley se ha agrietado con el paso de los años. Dentro y fuera de la industria hay voces que denuncian los excesos de ciertas compañías que diseñan ‘apps’ con el único fin de enganchar a los ciudadanos, y que han terminado por erosionar nuestra libertad y la democracia misma.UN HITO EN 'POKEMON GO'. LAUREN BERTONI
LLEGÓ A CAMINAR 244 KILÓMETROS ES UNA
SEMANA PARA LLEGAR AL NIVEL 50 DE ESTE
VIDEOJUEGO - L. BERTONI
El filósofo Fernando Castro Flórez nos puso sobre aviso: alguien, en algún lugar del mundo, había alcanzado el nivel 50 en ‘Pokemon Go’, una gesta tan impresionante como pueda ser ganar seis Tours de Francia pero en el mundo ‘gamer’. «Para conseguir eso hay, literalmente, que vivir en el videojuego e incluso caminar casi treinta kilómetros al día para ‘cazar’ pokemons», nos comentaba en el mail.
Lauren Bertoni es una australiana de 38 años y la segunda persona del mundo que logró ese nivel 50 en ‘Pokemon Go’. Como si opositara a abogada del Estado, juega varias horas todos los días con Pikachu y cía. Sin embargo, no solo dedica su tiempo a cazar bichejos virtuales, también trabaja en una oficina a jornada completa y disfruta de su familia, la jardinería e incluso «necesito comer y dormir como cualquier otra persona. La clave es ser eficiente. No camino 30 kilómetros todos los días. Hay algunos días en los que camino mucho y otros no para poder descansar», nos cuenta por privado en Twitter. Ni su carrera profesional, ni su familia ni amigos se han visto resentidos por ello, añade. Sin embargo, cada vez hay más personas que renuncian al mundo por Matrix...
Ahí tenemos al ‘yonki’ de los videojuegos Billy Brown, que realizó la dudosa hazaña de pasarse más de dos mil días sin salir de casa, o los más de medio millón de ermitaños japoneses modernos, los ‘hikikomoris’, en contacto con el exterior solo a través del ordenador. Porque el fenómeno va más allá de los videojuegos: es el propio entorno digital el que causa adicción. Por eso los gurús de Silicon Valley llevan a sus hijos a escuelas sin pantallas o por todo el mundo proliferan centros de desintoxicación de ‘smartphones’ (en Madrid hay varios). Nada de esto es inocente. James Williams, que trabajó durante una década como estratega en Google, lo explica en ‘Clics contra la humanidad’ (ed. Gatopardo): «Se invierten miles de millones de dólares en encontrar la manera de conseguir que poséis vuestra mirada en una cosa y no en otra; que compréis una cosa y no otra; que os preocupéis de una cosa y no de otra». En otras palabras: la industria tecnológica, en el fondo, se ha diseñado para capturar nuestra atención, porque internet no es otra cosa que un gran tablón de anuncios.
Un ritmo frenético
Así, las pantallas nos imponen un ritmo frenético y confuso. La filósofa Remedios Zafra, que acaba de publicar su nuevo ensayo, ‘Frágiles’ (ed. Anagrama), ha reflexionado mucho sobre los vínculos entre las nuevas formas laborales creativas, la tecnología, la precariedad y el desgaste como ‘way of life’. Ella sostiene que, actualmente, algo «nos dificulta enfocar» y miramos las cosas «como si marchásemos en un tren de alta velocidad, siempre acelerados, como si el conejo de Carroll nos recordara que no hay tiempo». O sea, embotados. Ciegos ante tal avalancha de imágenes, de lucecitas. La ensayista piensa que «la saturación en un contexto dominado por la prisa solo es vivible si se pasa superficialmente por ella, hay mucho y vamos rápido, la inercia pone en crisis la concentración».
Y con la pandemia, peor: han muerto los ratos muertos. O sea, del teletrabajo a la televisión… y a dormir. De media, pasamos una hora más conectados a internet por pura diversión que antes del coronavirus (ahora son 3,5 diarias, más allá de las laborables), y casi uno de cada tres jóvenes muestra patrones compulsivos en su consumo tecnológico. Por no hablar de la ludopatía ‘online’, que afecta al 8 por ciento de los menores de 24 años. Son datos del ‘Oeda-Covid 2020’, un reciente estudio del Observatorio Español de las Drogas y las Adicciones, que refleja una tendencia preocupante: durante el confinamiento bebimos menos, fumamos menos, nos drogamos menos, pero encontramos otras adicciones. «Llama la atención como en las ficciones nos han mostrado el temor humano a que los robots se parezcan cada vez más a las personas, y que no advirtamos con preocupación cómo las personas se están pareciendo cada vez más a robots», dice Zafra.
Ramiro Calle es un reconocido maestro ‘yogui’ español, y en sus clases en el madrileño centro Shadak aconseja las bondades de la lentitud y el trabajo interior. Hasta los Institutos de Empresa emplean cursos de meditación, vaya. Pero, ¿qué tiene de malo andar entretenido siempre? «El exceso de externalización (y estar conectado a cualquier aparato nos externaliza) nos aliena y nos aleja de nuestro hogar interior. Saber parar. Hasta un caballo de carreras se destripa si no para. Estamos siempre en lo otro (la otredad) y no en nuestro remanso de paz interior (la mismidad). El silencio interior es terapéutico, drena y limpia, pero estamos tan poco acostumbrados a ello que al principio provoca tedio, porque el descontrolado ego y la mente-simio solo quieren hacer y hacer. Igual que hay un ayuno para el cuerpo, deberíamos imponernos con periodicidad un ayuno de aparatos electrónicos», explica el orientalista. En su opinión, la meditación es ya una necesidad específica para nuestra época. «Para esta época, ya lo declaró un maestro: ‘meditación o suicidio’. Suicidio entendido en el plano psíquico».
Recientemente, hemos conocido el desencanto de la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, que abandonó Twitter porque «no ayuda a hacer buena política». Y añadió: «Seguiré en otras redes menos polarizadas y menos aceleradas». La mandataria no es el único caso de hartazgo respecto a la vertiginosa red social del pajarito, definida en su día por Andrés Calamaro como «coro de subnormales generadores de concepto Light». Más allá de esta red concreta, hay un temor genérico a abandonarse al aceleracionismo autómata digital. Es más, ahora abundan las ‘apps’ que informan de cuánto tiempo se usan las redes sociales e incluso pueden bloquearlas. La amenaza de caer en la dependencia tecnológica es real. Y, si no, que se lo digan a Mar Cabra, periodista con un premio Pulitzer por su investigación en los ‘Papeles de Panamá’, y que sufrió un ‘burnout’, o sea, un colapso, como consecuencia del ‘tecno estrés’ por el ‘teletrabajo sin límites, el uso intensivo de la tecnología y el descuido personal’... Se marchó a Almería a desconectar y allí, como contó en ‘El País’, averiguó que seguía teniendo dependencia del correo electrónico, de Whatsapp, de las redes. Cual ‘adicta’, tuvo que establecer un sistema personal para autocontrolarse.
Contra la democracia
Y de lo personal a lo social. A lo político, que también sufre los embates del ‘progreso’ tecnológico. «En el fondo, Twitter y Facebook son una mala idea para la democracia, para la deliberación pública. Necesitan una regulación», asevera Elena Herrero-Beaumont, directora y cofundadora de Ethosfera, que alerta de que este ecosistema tecnológico ha alterado de arriba a abajo el periodismo, la opinión pública y la esfera política. Nos comunicamos con mensajes cada vez más cortos que, a la larga, condicionan nuestra forma de pensar, de debatir, casi empujándonos a los garrotazos. «Estamos en una democracia digital donde se agudizan ciertos rasgos de la democracia de audiencias; los políticos desplazaron la deliberación del parlamento a la televisión hace muchos años. Ahora ese enfrentamiento se traslada a las redes. Las plataformas, los medios y el regulador tienen que llegar a un entendimiento sobre qué proceso de comunicación pública queremos tener. Ahí hay una responsabilidad también por parte de los ciudadanos. Quizás si empezamos a descalificar a los políticos que entran en esa dinámica o a ignorar esos comentarios excesivos… A lo mejor así conseguimos que tengan una aproximación más deliberativa a la política», argumenta.
Por supuesto, este movimiento ‘anti-redes’ y perspectivas aledañas también se nota en la industria editorial. Hace poco se publicó, por ejemplo, ‘Valle inquietante’ (ed Libros del Asteroide), que versa sobre la cultura Silicon Valley descrita por una extrabajadora y buena conocedora de lo que se cuece en los GAFA (Google, Apple, Facebook, Amazon). O ‘La muerte del artista’ (ed. Capitán Swing), que cuenta cómo el ecosistema tecnológico de plataformas se ha cargado a la clase media de creadores (la idea es: o eres viral o es muy difícil ganarte la vida). En un sentido más filosófico, encontramos los propios ensayos de Remedios Zafra o ‘Agitación’, de Jorge Freire, que apuntan también a esa incapacidad para concentrarnos, entre muchas más cosas. O ‘La pesadilla tecnológica’ (Ed. El Salmón), de Nicholas Carr, en donde el incisivo divulgador ataca la evolución de las redes y nuevas tecnologías para impulsar la banalización de la sociedad (le acusaron de exagerado cuando se preguntó: «¿Está Google volviéndonos más estúpidos?»). Precisamente, en esta línea se publicó el año pasado ‘La fábrica de cretinos digitales’ (ed. Península), del neurocientífico francés Michel Desmurget, que defiende que las nuevas generaciones nativas digitales son las primeras con un cociente intelectual menor que sus padres debido al uso desproporcionado de los smartphones, ordenadores y tabletas. Por supuesto, no nos olvidamos de ‘Atención radical’ (ed. Alpha Decay), breve ensayo de Julia Bell que reflexiona acerca del coste que conlleva la cesión de nuestra atención y aboga por desactivar las notificaciones del móvil. O ‘Los nueve gigantes: cómo las grandes tecnológicas amenazan el futuro de la humanidad’, escrito por Amy Webb, que se define como futuróloga, y que aborda el relevante papel próximo de la inteligencia artificial, con su potencial ilimitado.
Adictos al 'like'
«Creo que la tecnología no ha crecido de forma correcta en algunos sitios. Mi visión, y la de muchos, es que las empresas deben construir ‘Tecnología Humanista’, es decir, que esté pensada para hacer mejor la vida de todas las personas, de todas y cada una de ellas, y no de solo algunos. En muchos casos, la tecnología solo busca premiar a anunciantes, premiar el ‘engagement’ sin pensar en cómo puede afectar a los usuarios las dosis de dopamina digital constante», alerta Chema Alonso, célebre hacker y director de Consumo Digital de Telefónica. Ahora, lamenta, lo que prima es el número de usuarios y de tiempo conectado, que es lo que genera ingresos pero que acaba erosionando el bienestar de los ciudadanos. De los adictos.
¿Os llegan muchos casos de adicción a la tecnología? «Últimamente es uno de los problemas de adicción más recurrentes. Y, aunque cada caso es un mundo, todos comparten varias características: necesidad de que el objeto esté disponible en todo momento, cambios en el humor o estado de ánimo (ansiedad, nerviosismo, enfado, frustración) tras su retirada o si este no se encuentra disponible, e incapacidad para hacer frente las actividades del día a día», nos explica Beatriz Gil Torres, psicóloga del Centro Psicológico Cepsim. Y todo por la dopamina: si leemos un libro, por ejemplo, nuestro cerebro produce un incremento regulado y placentero. Sin embargo, surfeando Instagram le sometemos a un pico de dopamina demasiado alto que sobre-estimula. «El problema viene cuando el cerebro se acostumbra, lo que nos impide poder disfrutar de actividades ‘menos intensas’ a nivel cerebral, como una conversación entre amigos», dice la psicóloga. Para Zafra, para paliar la ansiedad imperante, «se suelen ofrecer soluciones acordes con los tiempos rápidos», es decir, «pastillas que rápidamente diluyen lo que perturba». La filósofa sostiene que las ‘enfermedades del alma’ están infratratadas y son «sintomáticas de una época que menosprecia el pensamiento lento, plagada de ruido, mensajes rápidos e intrusivos, listas de Whatsapp y una comunicación epidérmica que no descansa». Además, esta falta de tiempo interior dificulta el pensamiento propio y, por tanto, la emancipación personal. Y no sería esto una decisión personal sino planificada. «La base del capitalismo contemporáneo es el comercio total, donde las personas no están excluidas. La exhibición del yo se ha convertido en la base de las redes sociales. Es una estrategia impecable para las industrias digitales que ofrecen un contexto en apariencia de encuentro y comunicación cuando además y muy especialmente generan nuevas dependencias y logran que los productos (los sujetos) vengan a ellos».
Algunas esperanzas
¿Hemos llegado a un punto de no retorno? ¿Hay posibilidad de cambio en un contexto económico como el actual? Para los más optimistas, la decisión de Joe Biden de poner al frente de la Comisión de Comercio de Estados Unidos a Lina Khan, una joven economista reconocida por su lucha contra el monopolio de las ‘big tech’, es un motivo para la esperanza: la preocupación ya ha llegado a la Casa Blanca, ¡albricias! «Todo es cambiable, hay que poner a las empresas los incentivos adecuados para ello. Si a las empresas que gestionan las redes sociales les hicieran pagar una multa por cada vez que un usuario sufre el robo de su identidad, las empresas invertirían más en seguridad. Si se las multara por poner anuncios de apuestas a ludópatas, de alcohol a adictos, o se las multara por poner impactos de dopamina digital en forma de recompensas en los juegos para maximizar el tiempo de conexión por encima de lo que la salud recomienda, todos pondrían más atención en cuidar a las personas. Se puede cambiar, pero mientras que no tenga un impacto negativo en sus balances, las empresas no lo van a hacer», zanja Alonso.
En el plano personal nos queda la mesura consciente, un cierto dominio de las emociones, casi estoico: una resistencia íntima, si se quiere, hasta que llegue algo de protección desde fuera. He aquí el caso de Calle, que tiene una relación particular con las redes sociales y la tecnología. Si bien el maestro yogui difunde sus saberes tanto por Facebook como por Instagram, hasta donde sabemos utiliza un móvil arcaico en donde no caben las ‘apps devoratiempo’. «Las redes son a veces como una daga envenenada dentro de una tarta. Deberían ponerse al servicio de lo positivo y sano, tratando de humanizar y no de ampararse en la ‘impersonalidad’ para explotar, difamar, calumniar, denigrar y crear discordia. Utilizo las redes para difundir enseñanzas y métodos que nos humanicen y nos ayuden a conseguir lucidez para la mente y compasión para el corazón. Pero exigen un diezmo muy elevado, insisto: las redes deshumanizan. Es un horror lo que está pasando con las máquinas y que todo tenga que pasar por lo electrónico. ¡Vaya sociedad llamada del bienestar!».
abc.es
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