Quizá sorprenda que uno de los padres de la macroeconomía centre su análisis en la búsqueda de sentido, en aprender a vivir de manera virtuosa y disfrutar de las cosas sencillas
La cuenta atrás está en marcha. Apenas quedan ocho años para el fin del capitalismo. Al menos así lo vaticinó John Maynard Keynes en junio de 1930. Fue durante una visita a España para impartir una lección magistral en la Residencia de Estudiantes de Madrid. La tituló «Las posibilidades económicas de nuestros nietos». Tras el crac del 29 y con el mundo a las puertas de la Gran Depresión, sus palabras rompieron con el pesimismo del momento: «El problema económico podría resolverse dentro de cien años».
Con mirada esperanzadora, Keynes predijo que, una vez satisfechas las necesidades que llamó absolutas, la humanidad se atrevería a liberarse del «repugnante amor al dinero», a destronar la avaricia y la usura que conducen a creer «que lo malo es justo porque lo malo es útil». Solo entonces, en su opinión, el hombre podría enfrentarse a su «verdadero problema», que es qué hacer con su libertad, descubrir cuál es su propósito.
Quizá sorprenda que uno de los padres de la macroeconomía centre su análisis en la búsqueda de sentido, en aprender a vivir de manera virtuosa y disfrutar de las cosas sencillas. ¿Qué diría al comprobar que la riqueza todavía mide el éxito social, que el tener no cede ante el ser?
Sin duda, Keynes advertiría una tendencia emergente: aquellos nietos a los que dedicó su ensayo no parecen dispuestos a alentar un sistema que vacía el alma y agota la Tierra. Los expertos afirman que el modelo económico se encuentra en transición, y todas las palabras clave comienzan por re−: reconstruir, repensar, reinventar, reiniciar…
«Reimaginando el capitalismo» es uno de los cursos más populares de la Escuela de Negocios de Harvard. Mientras la profesora Rebecca Henderson cuenta a cientos de líderes del mañana que ganar dinero no es el único propósito de una compañía y cómo redirigir su papel hacia el bien común, los conceptos capitalismo sostenible o capitalismo responsable van ganando fuerza entre la élite empresarial y política.
Pero no basta con que el Foro Económico Mundial incluya estos principios en un manifiesto o presente la iniciativa The Great Reset. Como ha asegurado la directora general de la Unesco, Audrey Azoulay, «si queremos transformar el futuro, si queremos cambiar el rumbo, debemos repensar la educación». El eco de esta idea, que presidió en enero el cuarto Día Internacional de la Educación, me llevó a recordar algunos tesoros, aún por descubrir, del informe Delors.
Frente a los planes que priorizan la adquisición de conocimiento, el estudio publicado en 1996 concibe la educación como un todo que debe contribuir al desarrollo global de cada persona. En el documento se apuntalan cuatro pilares básicos: aprender a conocer, aprender a hacer, aprender a vivir juntos y aprender a ser. Hoy en día, merece especialmente la pena reflexionar sobre los dos últimos porque favorecen, por un lado, la comprensión mutua, el pluralismo y la paz; y, por otro, la autonomía, la capacidad de juicio y la responsabilidad individual sobre el destino colectivo.
Para desplegar este enfoque holístico de la educación, numerosos centros han incorporado en su currículo la teoría de las inteligencias múltiples de Howard Gardner. Ahora bien, de los nueve tipos descritos por el investigador de la Universidad de Harvard, existe una, la última en llegar al paradigma, que suele ningunearse: la inteligencia espiritual, también conocida como trascendente o existencial. Su colega de campus, el psicólogo clínico Richard Wolman, la define como la capacidad de preguntarse por el sentido de la vida y de experimentar simultáneamente la conexión entre cada uno de nosotros y el mundo. ¿Por qué los proyectos educativos no apuestan por cultivar algo tan genuinamente humano?
Francesc Torralba, catedrático de Ética de la Universidad Ramon Llull de Barcelona, señala la causa: confundimos espiritualidad y religiosidad. Pero, como subraya este filósofo, la espiritualidad es una potencia con la que todos nacemos, como la capacidad de hablar. Probablemente, esta dimensión −que nos faculta para buscar respuestas, analizar nuestros comportamientos, asombrarnos con la realidad y valorar lo que nos une− sea la variable que faltaba en el ejercicio de economía ficción de Keynes. La inteligencia espiritual tiene la llave para alcanzar el gran cambio que ahora se dibuja en el horizonte.
Fernando Echarri dirige el área educativa del Museo Universidad de Navarra
Fuente: Nuestro Tiempo
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