martes, 5 de marzo de 2013

Adolescentes, del ideal social a la apatía cívica (y II)

Una tragedia familiar: «mamá, quiero estudiar filosofía»

   Decía Borges que un caballero sólo defiende causas perdidas. Y sé bien que casi perdido está el cultivo de las Humanidades que, como decía San Josemaría Escrivá, implica la supremacía del espíritu sobre la materia. Porque resulta que una chica que lee mucho «es un poco rara», mientras que el chico que se pasa horas ante la televisión o los videojuegos hace «lo que corresponde a un muchacho de su edad».

No digamos la tragedia familiar que se produce cuando la chica en cuestión dice que quiere estudiar Filosofía y Letras, en lugar de una carrera de provecho, que le ayudará a labrarse un porvenir seguro (y -añado por mi cuenta- aburrido o tal vez desgraciado).


No es prudente tampoco que los jóvenes tomen, en su inmadurez, decisiones de tipo social o religioso que puedan condicionar su futuro. En cambio, no parecen tan inmaduros a la hora de iniciarse en prácticas menos virtuosas y más disolventes que la sociedad de consumo les brinda en bandeja, sobre todo cuando disponen de mucho dinero.

La formación cívica está estrechamente relacionada con la adquisición de las virtudes morales e intelectuales: fortaleza, prudencia, sabiduría, templanza, arte y justicia. Las virtudes son excelencias del carácter que no se pueden desarrollar a través de una enseñanza meramente teórica. Como decían los filósofos griegos, no se pueden enseñar: sólo se pueden aprender.

Luego, los protagonistas de la educación no son los padres o profesores: el gran protagonista y autorresponsable de su educación es el propio educando, el hijo o el alumno.

¿Queremos a los jóvenes?

Es imprescindible que tomemos a los jóvenes en serio. Como decía el maestro Corts Grau, a la juventud hoy se le adula, imita, seduce, tolera... pero no se le exige, no se le ayuda de verdad, no se le responsabiliza... porque, en el fondo, no se le ama. Y esto es, en definitiva, lo que los jóvenes sospechan y, aunque no se atrevan a declararlo, proceden en consecuencia.
El amor noble y normal de padres y maestros hacia los jóvenes se sustituye por el emotivismo y la inundación afectiva, demostraciones de cariño tan ostentosas como superficiales, apreciables, por ejemplo, al pie de los autobuses escolares: parece que los niños partieran como voluntarios hacia Kosovo, de donde no se sabe si volverán vivos.
La familia es algo mucho más serio que esa carga de sentimentalismo que hoy padecemos. Es una escuela de vida personal y social, donde el modo de existir en cada edad va aprendiendo de los modos de existir de las demás edades. El niño aprende de jóvenes y adultos. Los jóvenes, de niños y viejos. Y los viejos aprenden de todos y a todos enseñan, si es que no se les ha internado en eso que un colega mío llama «ancianarios».
Si me permiten esta confesión personal, yo no cambiaría a mis ocho hermanos y hermanas por nada del mundo. De mis padres y de ellos he aprendido casi todo lo que sé acerca del hombre en sociedad. Por lo que se refiere a la educación cívica, también aprendí bastante durante los años que viví en una residencia universitaria. De manera que, desde hace unos 30 años, el mundo no me ha enseñado nada esencialmente nuevo.

«Arriesgar la vida»

Me temo que el actual modelo de vida familiar y escolar -aunque sea más libre y menos severo- presenta un cierto carácter unívoco y monótono, que no fomenta las virtudes ciudadanas.
Nuestra sociedad parece pensada a la medida del adulto infantilizado, ese que compone las millonarias audiencias de programas televisivos con encefalograma plano. Deberíamos tener más voluntad de aventura, más capacidad de riesgo, más disposición para esa actitud que Teresa de Ávila sintetizaba en la expresión «arriesgar la vida».
Para «arriesgar la vida», la virtud más necesaria es, paradójicamente, la sobriedad, la templanza. El exceso de comodidades y satisfacciones materiales embota la imaginación y la facultad de sorprender y dejarnos sorprender. Mucho más interesante que ese estado donde «no falta nada», es la actitud de estrenar la vida cada día, de no dejarse atrapar por la rutina y la mediocridad.
Quien no sufre alguna carencia material se encuentra en lo que los griegos llamaban apatheia, es decir, apatía. No sentir ni padecer es una de las mayores desgracias que a uno le puede pasar y uno de los peores legados que se pueden transmitir a las generaciones jóvenes. Con ello está íntimamente relacionada la justicia, especialmente en su aspecto social, hacia los más pobres y necesitados. Es un auténtico escándalo que una sociedad democrática y básicamente cristiana tolere diferencias de nivel de vida clamorosas y crecientes.
Un aspecto de la «nueva sensibilidad», a la que antes me refería, es que los jóvenes empiezan a percibir lo injusto. A su vez, el «humanismo cívico» debería configurar un modo de ver las cosas que no admitiera las formas de servidumbre y desamparo extendidas hoy por más de medio mundo.
La formación cívica ha de enraizarse en un ambiente de libertad, austeridad, servicio, fortaleza para denunciar la injusticia y no ser cómplices de la corrupción, comprometidos con la verdad... aunque se hunda el mundo, como decimos en Navarra.
«Una palabra de verdad vale más que el mundo entero», reza el proverbio ruso que Solzyenitzin incluyó en su discurso de recepción del Nobel de Literatura, ceremonia a la que las autoridades soviéticas le prohibieron asistir. «¿Qué puede la verdad contra la rueca de la violencia?», se preguntaba Solzyenitzin en aquel discurso que nunca pronunció.
A la actitud de amor a la verdad siempre le cabe decir que no: mientan todos ustedes, pero no cuenten con mi colaboración; finjan honradez mientras son corruptos, pero sin mi ayuda; pliéguense dócilmente a leyes inmorales, pero les anticipo mi desobediencia civil. Desde luego, vivir el humanismo cívico resulta peligroso, pero -como decía Platón- es un «bello riesgo».

Una visión cristiana de la vida

La rebeldía ante los poderosos de este mundo no es posible sin la ayuda de Dios. La visión cristiana de la vida pone en el centro el amor a los demás, la solidaridad de quienes forman un solo Cuerpo y saben que la salvación no es un asunto individualista. Todos dependemos de todos en un sentido muy profundo y esencial.
Una educación cívica cristiana y humanista ha de fomentar lo que Macintyre llama «virtudes de la dependencia reconocida», entre las que se encuentran la generosidad, el agradecimiento, la compasión, el cuidado de discapacitados o enfermos, la alegría, la solidaridad y, en último término, la misericordia o piedad.
La propia independencia, la libre actuación personal, sólo se logra desde la base de la dependencia, y nunca la elimina del todo. Porque la libertad humana no consiste en la carencia de vínculos, sino en la calidad de ellos y en la fuerza vital con la que uno los acepta y les es fiel.
La completa independencia o personal autonomía es una ficción que ya apuntaba en la satisfecha autarquía propuesta por la ética griega, considerada el gran ideal humano en la Ilustración moderna, especialmente en su versión kantiana. Las derivaciones actuales de este planteamiento son el utilitarismo y el emotivismo, muchas veces asociados entre sí.
El que es a un tiempo utilitarista y emotivista piensa que sólo hay dos tipos de motivos para decidir la propia conducta:
  1. La elección racional, la rational choice, el cálculo de la mayor cantidad de bien posible para el mayor número de gente posible. Presenta el problema de qué género de bienes valorar, a quién se va a beneficiar æa mí mismo y a quienes me rodean o a quien más lo necesiteæ, y si hemos de primar a los actuales habitantes del planeta o cuidar que no dejemos una tierra contaminada y desertizada a quienes vengan después.
  2. El sentimiento de simpatía hacia otros. Este emotivismo inmediato, si no está ordenado por hábitos morales firmemente adquiridos, conduce al relativismo ético y a la arbitrariedad sentimental.
Tales planteamientos utilitaristas y emotivistas no dan cuenta de las relaciones -mucho más diversificadas y abiertas- que realmente se establecen entre las personas.
Nos encontramos en un continuo proceso de dar y recibir, casi nunca sometido estrictamente a la crispación egoísta del do ut des.
La mayor parte de nuestras relaciones interpersonales no las motiva el cálculo racional o emociones inmediatas, sino que responden a relaciones de amistad, familiares o laborales, en las que muchas veces -y en ocasiones durante largo tiempo- ayudamos a otros sin esperar nada a cambio, o -algo más difícil de aceptar- nos dejamos ayudar sin expectativas de poder devolver los favores en el futuro.
Si sólo hiciéramos lo que pensamos que nos conviene o enciende nuestras emociones inmediatas, casi todo quedaría por hacer; la sociedad se pararía. Como han demostrado recientemente economistas merecedores del Nobel, las actividades que realizamos con mayor atención y cuidado son aquellas por las que no recibimos ninguna retribución económica.
Además, es falso que si todos buscan su interés egoísta, el interés general resultará de la suma y difusión de esos beneficios. Tal planteamiento neoliberal no funciona, entre otras cosas porque -como señala Amartya Sen- en situaciones de extrema miseria las personas no pueden pensar cuál es su interés, presionadas por encontrar el puro y simple sustento diario.

Sólo hay una ética

En la base de estos errores teóricos y prácticos se encuentra la separación entre ética pública y privada. La primera se agotaría en el cumplimiento de las normas constitucionales y el respeto al derecho positivo; la segunda se vería relegada exclusivamente al cerco privado, sin ninguna manifestación política o económica.
Lo cierto es que sólo hay una ética, que presenta aspectos privados y públicos no delimitables entre sí de modo neto ni separables drásticamente.
Si alguien no es honrado en su vida personal o familiar, será muy raro que se comporte con honestidad en la esfera pública, le faltará el temple moral necesario para evitar comportamientos que seducen por su encanto inmediato. A su vez, si alguien no se conduce rectamente en lo público, ese desgarramiento existencial se traducirá en las relaciones más íntimas y personales.
La formación cívica presenta, por lo tanto, un carácter ético con esenciales proyecciones políticas, en el más amplio sentido de esta palabra. El hombre bueno ha de procurar, simultánea e inseparablemente, ser también buen ciudadano.
Reducir la moral al ámbito personal, familiar o profesional, con abandono de la esfera pública, es un enfoque burgués e insuficiente de la ética. Nadie puede ser moralmente bueno en una campana de cristal.
En la sociedad del conocimiento y la información se registra un alto grado de complejidad, según el cual los mensajes públicos están penetrando continuamente en el terreno privado, y las personas particulares han de tomar todos los días decisiones que afectan a otra mucha gente.
Lo que demanda la sociedad es una «nueva ciudadanía», mucho más activa y responsable, en donde las personas no se conformen con ser invitados de piedra en el concierto público, sino que ejerciten con energía y decisión su libertad social, su responsabilidad cívica y su creatividad cultural.
Los nuevos ciudadanos, quienes habrán de tomar el relevo de la cosa pública dentro de poco, tendrán el honor y la carga de configurar ese mundo tan distinto al actual de una forma hondamente humana. Será necesario que aprendan una asignatura que no está en los libros de texto ni se puede incluir en los planes de estudio.
La formación cívica se adquiere como por ósmosis en las relaciones de parentesco y vecindad. Esto pone en primer término la necesidad del buen ejemplo. Sólo quien conviva con buenos ciudadanos aprenderá a serlo. En esta disciplina, todos somos discípulos y maestros a un tiempo. Cada uno debe pensar: que no sea yo el que les falle.

Alejandro Llano
Conoze.com

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