A pocos ha sorprendido el ataque de un conocido líder político a la Misa que transmite Televisión Española. En efecto, se debe inscribir en el contexto de un laicismo agresivo que intenta confinar la religión al ámbito exclusivo de la vida privada.
Quizá por eso, lo notable es que el mismo personaje haya defendido la Semana Santa. Preguntado por ello, respondió: “Mi padre vive en Zamora donde hay una Semana Santa preciosa”. Añadió que “jamás quitaría la celebración de la Semana Santa”, porque “no es solo una manifestación religiosa sino también cultural que es interesantísima para entender nuestro país”.
Se agradece que vea en la Semana Santa los aspectos culturales de esta celebración cristiana, que indudablemente los tiene, pero yerra en los fundamentos. En el fondo de su declaración insinúa que el hecho religioso debe ser ajeno a cualquier manifestación pública, salvo que haya un interés en un acto por otra materia, como puede ser la cultural.
Esta concepción contradice el tenor literal de nuestra Constitución, que afirma claramente que “los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones” (art. 16, 3), autorizando expresamente cualquier manifestación de fe (pública o privada) “sin más limitación (...) que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley” (art. 16, 1).
Sería injusto desconocer la trascendencia cultural y artística de la religión en la vida de las naciones. En España los museos se quedarían huecos si hubiera que sacar las obras religiosas, las ciudades y los pueblos resultarían casi vacíos de edificios artísticos si hubiera que clausurar las iglesias, perderíamos la mayoría de las fiestas populares que asombran a tantos visitantes si se prohibieran las celebraciones religiosas, etc. Pero sigue siendo un asunto secundario.
El núcleo de la cuestión es que no hay motivo para entender que la religión deba recluirse a la vida privada. En efecto, los creyentes tienen derecho, como los demás ciudadanos, a tener manifestaciones públicas de su fe, y las autoridades deberían respetar y cooperar con ellas en atención al arraigo de cada una de estas en la sociedad. No se les pide que se conviertan en fervorosos creyentes, sino que respeten la fe de sus conciudadanos y cooperen con sus manifestaciones de fe.
No se puede alegar la neutralidad del Estado. Ser neutros no es dar la espalda. Así lo entienden las autoridades públicas en otros ámbitos, pues los mismos que se niegan a ir a actos religiosos en nombre de la neutralidad, van a los partidos de fútbol cuando se juega una competición importante. Y nadie considera que las autoridades violan la debida neutralidad en cuestiones futbolísticas por hacerse presente si juega, por ejemplo, el equipo de su ciudad. Igualmente, financian exposiciones de arte, sin que nadie considere que eso comprometa la neutralidad de los poderes públicos ante las corrientes artísticas vigentes en esta época. O subvencionan películas, sin que lo consideren un atentado a la neutralidad ante los valores que promueven.
Una auténtica neutralidad, por lo tanto, debe incluir el respeto al hecho religioso en sí mismo y a los creyentes porque son creyentes, no por los demás aspectos que conlleva la religión. Ojalá que las autoridades públicas comiencen a respetar la religión por sí misma y no por la cultura que hay en las procesiones.
Pedro María Reyes
Pedro María Reyes
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