Escribe Federico Fernández de Buján: «Cada joven que se subleve contra “la dictadura del pensamiento único” debe verse sostenido por un edificante entorno familiar y unos profesores que además de instruirlo para su futura profesión, le adiestren en virtudes humanas y espirituales.
Así, unos pocos conseguirán ser cada vez más; y entre todos, siendo ya mayoría, serán capaces de regenerar el cuerpo social y devolverle su dignidad».
EL ser humano sofocado por un individualismo atroz, asfixiado por un consumismo tirano y anulado por conductas clónicas y superficiales –que con estulticia se presentan como originales– conforma hoy una sociedad en gran parte acéfala. Y como consecuencia de ello irreflexiva. Una sociedad que anula al individuo y exalta a la «masa» que reproduce lo peor de cada una de las personas que la componen.
Una masa que al final abandona. Así, lo afirma Camus al decir: «Este pueblo sin religión y sin ídolos muere a solas, después de vivir en masa». En el mismo sentido Kierkegaard: «El hombre masa vive en la pobreza espiritual y en lo profundo de su ser siente desasosiego, desarmonía, angustia…».
Los grandes valores culturales, representativos de nuestra civilización, están ausentes de la mayor parte de los contenidos que ofrecen hoy los medios de comunicación, sobre todo los audiovisuales.
La televisión, que tanto bien podría hacer para la formación de las personas, ha decidido con carácter general –aunque con distinta medida dependiendo de las cadenas– arrojar contravalores, cuando no estiércol, sobre ingentes masas de telespectadores. Se propicia como «kultura», la incultura en grado sumo.
Muchas series que se presentan como reproducción y reflejo de comportamientos sociales, en realidad su grado de indignidad supera el peor entorno o colectivo que dicen representar.
No muestran la realidad, sino inspiran conductas zafias que envuelven actitudes amorales. Y ello no se restringe a los jóvenes –siempre más penetrables por su proceso en formación–, afecta también a los más mayores que, después de permanecer ante el televisor una media de seis horas diarias según las encuestas, repudian su pasado vital, pues se lo «descubren» como una constante negación de su libérrima voluntad.
A ello se añade la presentación del «ocio estéril» como un fin en sí mismo. Séneca le escribe así a Lucilio: «No es que tengamos poco tiempo, sino que perdemos mucho». Y Platón, citado por Cicerón, define el ocio como el «cebo de todos los vicios».
A ese ocio baldío han reconducido los medios la máxima de Horacio: «Carpe diem». Con ella se justifica un hedonismo grosero que anega la sociedad. Por el contrario, si nos elevamos en su espíritu ofrece una lectura bien distinta: aprovecha el día y obtén de su afán beneficio para tu enriquecimiento y servicio para tus semejantes.
Marañón denuncia: «La multitud en todas las épocas es arrastrada por gestos más que por ideas. La muchedumbre nunca razona». Siendo esto cierto, considero que en ningún tiempo como el presente ha podido influirse tanto en la sociedad, pues nada es comparable a la capacidad de irradiación, en tiempo real, que poseen hoy los mass media.
Además, estos no consienten que el hombre tenga momentos para adentrarse en sí. Sus mensajes nos cercan. Controlados muchos medios por los poderes económicos y políticos, transmiten las consignas que convienen a sus intereses. Todo es ruido, para que nadie pueda disponer de un instante para pensar. Soy tan partidario del silencio, que podría hablar horas enteras sobre su efecto benéfico.
Se ha generado una grave crisis en la democracia, con repercusiones todavía incalculables que pudieran llevar a su ruina, por ser cada vez más hondo el daño y más difícil su reparación. Así han llegado y triunfado, con insólita rapidez, los populismos. «Pueblo culto, gobernantes honestos y leyes justas» es la inexcusable trilogía que Cicerón requiere para el adecuado funcionamiento democrático.
Al fallar la primera premisa, las demás se desmoronan por el «efecto dominó». Respecto de la preeminencia entre la segunda y la tercera, afirma Aristóteles: «Para la sociedad es mejor un gobernante virtuoso que una buena ley».
Si el pueblo es culto elegirá gobernantes honestos y estos promulgarán unas leyes justas. Pero para votar con criterio, hace falta tenerlo. Parece una perogrullada pero sin una mínima formación moral que permita «distinguir la mano derecha de la izquierda», nadie sabe lo que conviene a la sociedad.
Ni siquiera aprecia –en su realidad y no como espejismo– lo que le interesa a él mismo. Merece ser recordado Séneca cuando afirma: «Ningún viento es favorable para quien no sabe a qué puerto se encamina». No es necesario, en absoluto, ser universitario para saber «de dónde sopla el viento». Multitud de personas sin estudios «diferencian el bien del mal».
Por otra parte, ¿cómo es posible que muchas de las personas que tienen influencia no sean ejemplares? Y, ¿por qué personas virtuosas no son prototipos sociales? La terrible paradoja es que «los modelos no son modélicos y los modélicos no son modelos». La respuesta está otra vez en los medios de comunicación. Es mejor la conducta del ciudadano medio, que la conducta media que presentan los mass media.
Se hace preciso reformular el sistema político a fin de que pueda librarse de las formas de demagogia que, en grado creciente, han irrumpido con fuerza en las naciones occidentales. Y para conseguirlo debe recuperarse la civilización recobrándola de sus rescoldos. No todo está perdido. Existe el «resto de Israel».
Con esta expresión bíblica se representaba a esa pequeña parte del pueblo de la que siempre surgía la salvación. En este tiempo de profunda crisis moral, el «resto» está encarnado en unos jóvenes que si bien son minoría, también lo es que son mejores que sus homónimos de etapas anteriores. Han resistido al pensamiento dominante.
Ello ha supuesto un excepcional esfuerzo personal. Superior al de otras épocas, pues el ambiente contaminado es beligerante contra quien se rebela. Por eso, cada joven que se subleve contra «la dictadura del pensamiento único» debe verse sostenido por un edificante entorno familiar y unos profesores que además de instruirlo para su futura profesión, le adiestren en virtudes humanas y espirituales.
Así, unos pocos conseguirán ser cada vez más; y entre todos, siendo ya mayoría, serán capaces de regenerar el cuerpo social y devolverle su dignidad. Desde su sacrificio, estudio y disciplina son la esperanza cierta de una nueva y mejor sociedad.
FEDERICO FERNÁNDEZ DE BUJÁN ES CATEDRÁTICO DE LA UNED Y ACADÉMICO ELECTO DE LA REAL ACADEMIA DE DOCTORES DE ESPAÑA
abc.es
Juan Ramón Domínguez Palacios
http://enlacumbre2028.blogspot.com.es
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