Tengo el propósito de no abordar en mi blog cuestiones políticas en el peor sentido del término, esto es, no abordar aquellos asuntos con los que se atacan mutuamente los políticos de los diversos partidos de mi país. 
En esta ocasión quiero hacer una excepción para escribir algo con ocasión de la acusación de plagio que se cierne sobre la tesis doctoral del presidente Pedro Sánchez. Saltó a la palestra política el pasado 12 de septiembre en una sesión de preguntas al Gobierno en las Cortes españolas y ha ocupado las portadas de los periódicos desde entonces. 

La barahúnda posterior en los medios de comunicación ha sido enorme, ensordecedora podría quizá decirse. Las acusaciones, aclaraciones y rectificaciones de unos y de otros al respecto me han hecho sentir una enorme vergüenza ajena.
En el último número de Mente y Cerebro (nº 92, sept/oct 2018, p. 7) leo que el equipo de la psicóloga Li Jiang de la Universidad Carnegie Mellon ha desarrollado “un programa terapéutico para ayudar a que los afectados aprendan a temer menos las situaciones de ridículo ajeno espantoso”. Quizá deba acudir a ese programa, pues “estos sujetos −se explica en la revista− desean que la tierra se los trague cuando el prójimo mete la pata”.
 Eso es lo que me ha pasado a mí con todo ese asunto. Del profesor Leonardo Polo aprendí hace años que la universidad es solo una en todo el mundo, tanto da que sea Harvard, Oxford o la Camilo José Cela de Madrid: si algo se ha hecho mal en alguna de ellas en cierto sentido me contamina también a mí, que llevo cuarenta años en la Universidad de Navarra y he dirigido un montón de tesis doctorales y de tesis de máster.
Más aún, soy el profesor de “Metodología de la investigación” en varios programas máster y doy habitualmente una sesión en la que dedico al menos un cuarto de hora al plagio. En los últimos años he solido emplear el caso de los ministros alemanes dimitidos por plagiar en su tesis doctoral (Karl-Theodor zu Guttenberg en 2011, Annette Schavan en 2013), ya que fueron ampliamente aireados en la prensa española y están accesibles en internet. También he citado como malos ejemplos un caso mexicano (Peña Nieto) y otro español del mundo mediático (Ana Rosa Quintana).
En cuanto al fondo del asunto que ocupa en estos días a la prensa en España lo que resulta obvio a cualquiera que se asome un poco al tema es que el trabajo académico de nuestro actual presidente de Gobierno es muy defectuoso y que la entidad universitaria que le otorgó el título de doctor con summa cum laude no empleó el rigor académico que sería esperable en una universidad a la hora de evaluar un trabajo doctoral. 
Por tratarse de un político relevante tendrían que haber sido particularmente ejemplares y en este caso lo hicieron particularmente mal, a la ligera o con frivolidad. Es una pena y es lo que me causa una enorme vergüenza ajena.
A mis estudiantes de máster o de doctorado suelo indicarles tres principios para evitar el menor asomo de plagio. El primero y más importante es el de exhibir siempre las fuentes que utilicen efectivamente, aunque sea Wikipedia, un diccionario escolar, un libro de texto o una conversación casual con un amigo. Copio lo que escribí en El taller de la filosofía al respecto:
Nuestro esfuerzo personal por alcanzar la verdad se inserta en una venerable tradición multisecular. Aunque fuéramos realmente enanos, al encaramarnos sobre los hombros de quienes nos han precedido, llegamos realmente a ver más y más lejos que ellos. 
Pero lo que no podemos hacer es encaramarnos sobre los gigantes y, a sabiendas, ocultarlo, pretendiendo hacer creer a los demás que aquello lo hemos hecho nosotros solos. La ocultación de las fuentes no es solo un atentado a la mejor tradición de investigación, sino que es además una estupidez infantil, pues nuestros mejores lectores, los especialistas en la materia para los que de ordinario estamos escribiendo, conocen esas fuentes tanto o mejor que nosotros. La práctica vanidosa de la ocultación de las fuentes es asimilable realmente al plagio.
El segundo principio es el de poner entre comillas todas las palabras que tomemos de otros indicando en nota a pie de página o entre paréntesis en el cuerpo del texto (el llamado “sistema Harvard”) la publicación con la página de donde hemos tomado esas palabras, de forma que cualquier lector pueda acudir al original y comprobar el contexto o lo que desee respecto de esa cita. 
Omitir las comillas y la referencia a la fuente equivaldría a hacer pasar como nuestras las palabras e ideas que hemos tomado de otras personas. Como explica Marta Torregrosa en nuestra página web de metodología:
Para evitar los plagios es necesario ser muy cuidadoso en la forma de extraer la información que nos interesa de las fuentes. Cuando tomamos notas es necesario esforzarse por distinguir las palabras y pensamientos propios de los de la fuente. 
Deben tomarse con cuidado, entrecomillando cuando copiamos literalmente, y apuntando la referencia completa de la fuente (autor, título, editorial, ciudad, año y número de página). Aunque pase tiempo desde que tomamos esas notas, si se indica la referencia de la fuente y se distingue la reproducción de frases de las ideas que nos ha sugerido la fuente, no habrá duda de a quién pertenece cada cosa.
El tercer principio es el de cerrar el libro que tenemos delante cuando pretendemos hacer una paráfrasis y, por supuesto, citar también nuestra fuente en la nota o entre paréntesis en el cuerpo del texto. Me parece que es clara la recomendación: parafrasear un texto es ponerlo en nuestras palabras, no simplemente alterar una o dos palabras del texto que estamos copiando literalmente. 
Si lo copiamos, debe ir entre comillas, pero es claro que una tesis doctoral no puede ser simplemente una ristra de textos entrecomillados: hace falta siempre la voz del autor que da sentido a cada una de las citas textuales o paráfrasis que utiliza en su exposición.
Sin embargo, lo que más me avergüenza no es solo que la tesis de Sánchez sea mediocre o esté mal hecha, sino los malos argumentos −inaceptables académicamente− que aportan las fuentes oficiales para justificar que en el libro en co-autoría con el economista Carlos Ocaña al que dio lugar la tesis, se citen o parafraseen numerosos textos sin indicar la fuente. 
Lo que me avergüenza es que La Moncloa −según El País, 20/09/18− diga que “está permitida la utilización de iniciativas y documentos de carácter parlamentario, que son de uso público”. “Se trata de documentos que no generan derechos de autor por no tener la consideración de obras, ya que son de uso público al formar parte del debate político, el cual debe ser difundido a todos los ciudadanos”. 
¿Qué tendrá que ver −digo yo− el que sean unos textos sin copyright, esto es, por cuya cita no hay que pagar derechos de autor, con omitir su autoría, esto es, presentar esas ideas o esas palabras como propias? Si presento como mías las palabras pronunciadas en sede parlamentaria o las de un texto legal estoy incurriendo precisamente en lo que los académicos llamamos plagio.
Como venía a decir Manuel Castells en La Vanguardia, hasta ahora las universidades eran un raro espacio de libertad, con unos protocolos académicos que favorecían la vida científica y el descubrimiento de nuevos saberes. Ahora la política amenaza con corromper esos reductos de convivencia culta: basta con ver la creciente burocratización desarrollada por la ANECA, que más bien favorece la corrupción en lugar de atajarla. 
En todo caso hemos de resistir con todas nuestras fuerzas a la apropiación de las palabras o ideas de otros por parte de algunos políticos desaprensivos: va en ello nuestra vida académica y nuestra libertad intelectual. “Si cedemos en eso −terminaba Castells su artículo− los manipuladores del poder destruirán el último espacio de humanidad libre y pensadora que queda en nuestras vidas”. Por todo ello no me basta con sentir una enorme vergüenza ajena, sino que al menos escribo estas líneas de protesta ante la desvergüenza de buena parte de nuestra clase política.
Jaime Nubiolafilosofiaparaelsigloxxi.wordpress.com.
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Juan Ramón Domínguez Palacios
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