Nos llamó la atención la profesionalidad y el cariño que ponían en su trabajo las personas que atendían el albergue
Hace diez años perpetré un reportaje coral con varios alumnos de la Facultad de Comunicación para esta misma revista sobre los ‘sin techo’ de Pamplona. Nos habíamos propuesto descubrir qué tumbos habían ido dando por la vida antes de acabar en un banco de la plaza de la Cruz con un brick de vino peleón.
Muchos acudían a última hora al albergue que funcionaba entonces en un chalé de propiedad municipal próximo al Club Natación, cerca del río Arga: allí podían dormir a cubierto después de compartir un plato de sopa caliente y un poco de conversación.
Fuimos varios días al albergue y algunos accedieron a desandar con nosotros sus biografías, casi siempre turbulentas.
Había historias tremendas. Enrique admitió que había pasado buena parte de sus setenta años agarrado a una botella, pero junto a la sucesión de carencias y borracheras que cabía imaginar al verle dando bandazos por la calle había episodios insospechados que trató de hilvanar en torno a unos vasos de vino: empezó a trabajar en una bodega recién cumplidos los nueve años, fue marino en el Gran Sol, estuvo enrolado en la Legión Extranjera, un consejo de guerra lo condenó a 36 años de cárcel en los compases finales del franquismo y el primer indulto de la Transición lo devolvió a la calle y a la bebida. Entre sus compañeros de litera en el chalé había magrebíes sin trabajo, supervivientes de la heroína, alcohólicos de distinta edad y procedencia, expresidiarios, exfuncionarios, expadres de familia y perdedores en general: una representación bastante exhaustiva de los desheredados de la capital navarra.
Aún nos llamó más la atención la profesionalidad y el cariño que ponían en su trabajo las personas que atendían el albergue. Eran profesionales, sí, pero en su actitud, en las explicaciones que nos dieron de su cometido y en su modo de relacionarse con unos y otros había un compromiso que trascendía por completo las condiciones o el salario que pudiera estipular en su contrato.
Recuerdo que compartí mi admiración con Yago ―recién incorporado con una beca PIE a la redacción de Nuestro Tiempo― y que nos refugiamos en una frase de Oswald Spengler que habíamos leído poco antes: «En los momentos decisivos de la Historia siempre hay un último pelotón de soldados cansados que acaba salvando la civilización».
También me acordé del spoiler que hace Jesucristo del juicio final en el capítulo 25 de san Mateo: «Entonces el Rey dirá a los de su derecha: "Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui forastero, y me recibisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a mí”».
Todo eso −pensé− lo hacían a diario los responsables de aquel albergue. Y el paralelismo aún era mayor si se considera el desconcierto que exhiben los interesados en el relato de Jesucristo: «Entonces los justos le responderán, diciendo: "Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer, o sediento, y te dimos de beber?
¿Y cuándo te vimos como forastero, y te recibimos, o desnudo, y te vestimos? ¿Y cuándo te vimos enfermo, o en la cárcel, y vinimos a ti?”». La respuesta del Rey lo aclara todo: «En verdad os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de estos hermanos míos, aun a los más pequeños, a mí lo hicisteis».
Me acordé hace unas semanas de esto cuando coincidí en la Capilla Sixtina con un grupo de Misioneras de la Caridad. Contemplaban delante de mí la imponente escena del juicio final y hubo una reflexión que me resultó inevitable al observar su juventud, sus sonrisas, sus miradas brillantes.
Todas ellas llevan incorporadas a su adn esas palabras que santa Teresa de Calcuta repetía para explicar el sentido y el espíritu de su misión: «Conmigo lo hicisteis». Por eso, cuando llegue el momento y todos los hombres de todos los tiempos nos reunamos para que nos pregunten cuánto y cómo hemos amado, a ellas las acomodarán enseguida: «Al fondo a la derecha».
(Ya sé que está prohibido hacer fotos, pero no pude resistirme).
Javier Marrodán,
en Nuestro Tiempo.
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