Cuando hay que manifestar una verdad difícil de entender y que compromete vitalmente a quien la conoce, parece prudente ir poco a poco, por etapas.
Es lo que ha hecho Dios con la humanidad, desde los inicios de nuestra historia: “Dios, creándolo todo y conservándolo por su Verbo, da a los hombres testimonio perenne de sí en las cosas creadas, y, queriendo abrir el camino de la salvación sobrenatural, se manifestó, además, personalmente a nuestros primeros padres ya desde el principio” (Conc. Vaticano II, Const. Dei Verbum, n. 3).
Esta Revelación no se interrumpió por el pecado de Adán y Eva: Dios alimentó su esperanza con la promesa de la Redención y cuidó de los hombres procurando su salvación. La Alianza con Noé, después del diluvio, implica una alianza con todos los hombres, agrupados “según sus países, cada uno según su lengua, y según sus clanes” (Génesis 10, 5; cf. 10, 20-31). La humanidad no logra la concordia y unión por sí misma, sino que desemboca en la dispersión de Babel (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 55-58).
Más tarde Dios hizo alianza con Abraham, para reunir a la humanidad, haciéndole “el padre de una multitud de naciones” (Génesis 17, 5). El pueblo que proviene de Abraham será el beneficiario de las promesas de Dios, pueblo elegido y raíz en la que serán injertados los que provengan del paganismo.
Cuando los descendientes de Abraham se multiplicaron en Egipto, Dios los liberó de la esclavitud por medio de Moisés, estableció con ellos su Alianza en el Sinaí y les dio la Ley, conduciéndoles por fin a la tierra prometida. La esperanza de la salvación se mantiene viva por los profetas, en expectativa de una Alianza definitiva y universal con todos los hombres. Los profetas llaman al pueblo a la conversión y lo exhortan a ser fiel a la Alianza con Yahvé (cf. Catecismo..., nn. 59-64).
Así llegamos a la etapa última y mejor, en que la Revelación de Dios culmina. “De una manera fragmentaria y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por su Hijo” (Carta a los hebreos 1, 1-2).
Esta nueva Revelación, que lleva consigo la nueva y eterna Alianza de Dios con los hombres tiene ya un carácter perfecto y definitivo. Bellamente lo expone San Juan de la Cruz: “Porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra...; porque lo que hablaba antes en partes a los profetas ya lo ha hablado todo en El, dándonos al Todo, que es su Hijo. Por lo cual, el que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer cosa otra alguna o novedad” (Subida al Monte Carmelo 2, 22).
En este sentido, tenemos ya todas las verdades necesarias para creer, obrar el bien y alcanzar la salvación. “La economía cristiana, por ser alianza nueva y definitiva, nunca pasará; ni hay que esperar otra revelación pública antes de la gloriosa manifestación de nuestro Señor Jesucristo” (Conc. Vaticano II, Const. Dei Verbum, n. 4). “Sin embargo, aunque la Revelación esté acabada, no está completamente explicitada; corresponderá a la fe cristiana comprender gradualmente todo su contenido en el transcurso de los siglos” (Catecismo..., n. 66).
Las llamadas revelaciones privadas no son para mejorar o completar la Revelación pública, sino para ayudar a que ésta se viva en tal o cual circunstancia histórica. La Iglesia ha desconfiado siempre de los iluminados, que pretenden enmendar la plana a lo que Dios mismo nos ha dicho (cf. Catecismo..., n. 67).
Rafael María de Balbín
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