Su conciencia le impedía disociar realidad y verdad, y menos todavía confundir realidad con ilusión, tal y como habían hecho las ideologías en Europa durante los dos últimos siglos, con trágicas consecuencias
Acaba de cumplirse el centenario del nacimiento del escritor polaco, premio Nobel de Literatura en 1980. Su existencia se movió bajo el signo de la incomprensión, dentro y fuera de su país. Se explica por no simpatizar con el nacionalismo chovinista, imperante en la Polonia de entreguerras, ni tampoco con el determinismo ciego del totalitarismo comunista. Pero lo que realmente le sublevaba a Czesław Milosz era la actitud de los intelectuales que habían renunciado a su espíritu crítico para acogerse a las prebendas del estalinismo.
Milosz siempre creyó en «la divina y maravillosamente compleja imprevisibilidad de la vida». En uno de sus poemas llegó a escribir que la moderación podía ser la mayor de las rebeldías. Era incapaz de violentar su conciencia para venderse a las ideologías del momento, y en una ocasión escribió a su compatriota Juan Pablo II que su principal preocupación era no ignorar la ortodoxia católica en sus creaciones. Karol Wojtyla, poeta como el propio Milosz, le respondió que él también compartía ese objetivo.
Fue calificado de conciencia moral de Europa, después de publicar en Francia El pensamiento cautivo (1953), demoledora exposición sobre la actitud de los intelectuales que habían renunciado a su espíritu crítico para acogerse a las prebendas de los regímenes estalinistas. Tras la Segunda Guerra Mundial, y precisamente por ser "amigo de la razón", según se definió él mismo, Milosz soñaba con transformar la realidad polaca.
Sin embargo, el comunismo, hijo del racionalista Marx, se le reveló enseguida como un peligroso adversario de la razón. No podía ser de otro modo, dado el carácter escatológico de una teoría que buscaba el paraíso en este mundo. Lo peor es que, durante sus años de exilio en Occidente, en París o en el campus de Berkeley, Milosz encontró una irracional y peligrosa atracción de los intelectuales hacia las ideas comunistas.
Mucho tiempo después, un nonagenario Milosz arremetería contra la filosofía de Jacques Derrida, considerada como hija póstuma del marxismo, que tiene no poco de filología y de obsesión por liberarse de toda lógica racional. La deconstrucción, defendida por el filósofo francés, es muy útil para políticas de corte orwelliano, en las que el hombre queda reducido a un mero producto lingüístico.
A Milosz no le gustaban las ideologías negadoras de la realidad. En su discurso de aceptación del Nobel, planteó la similitud de la escéptica pregunta de nuestro tiempo: ¿Qué es la realidad?, con la no menos incrédula de Pilatos: ¿Qué es la verdad? Y es que la conciencia del escritor le impedía disociar realidad y verdad, y menos todavía confundir realidad con ilusión, tal y como habían hecho las ideologías en Europa durante los dos últimos siglos, con trágicas consecuencias.
Pese a todo, nuestro autor fue siempre un "catastrofista optimista", en expresión acuñada por un grupo de poetas lituanos que, en la década de 1930, presentían terribles amenazas para Europa. Lo fue durante la insurrección de Varsovia de 1944, en las cuatro décadas de comunismo y en la más cercana ampliación de la UE, a la que no consideraba como un riesgo para la cultura centroeuropea.
Quienes no podían contrarrestar sus argumentos solían recurrir a las descalificaciones personales. En su libro autobiográfico, Abecedario, Milosz enumera algunos de los calificativos que le hicieron en su vida: astuto, cómodo, adorador del dinero, esteta al que no le interesan las personas, vanidoso, arrogante, mujeriego... En realidad, era mucho más frágil de lo que pudiera pensarse, y sabía expresar abiertamente sentimientos de culpa y de vergüenza, pese a que en la sociedad contemporánea hay quien considere esto como una debilidad de la que conviene deshacerse.
En cambio, Milosz poseía la sabiduría profunda de reconocer que un mismo hombre es capaz de realizar los actos más heroicos y los más viles. Los hombres son seres divididos, por mucho que las utopías ideológicas hayan pretendido ignorarlo. Según el escritor, esa división podría explicar que la gente acudiera a las iglesias. Las ideologías les han enseñado que sólo existe una realidad material. Por el contrario, entrar en una iglesia, sobre todo en la misa del domingo, supondría la voluntad de encontrarse con una realidad diferente a la que se considera como la única verdadera.
Milosz comprendía bien el dicho evangélico de que no son los sanos, sino los pecadores, los que necesitan médico. El cristianismo, a diferencia de las ideologías elevadas a la categoría de religiones, no es para seres perfectos, personas con una fe incombustible, y versadas en lecciones teológicas. Los cristianos no acuden a la iglesia porque se consideren elegidos. Van porque se sienten necesitados, porque son pecadores y quieren acercarse a una dimensión trascendente. A este respecto, escribía nuestro autor: «Participando en la Misa, una vez más, negamos que el mundo carezca de sentido y compasión, entramos en una dimensión donde cuentan la bondad, el amor y el perdón».
Antonio R. Rubio Plo. Analista internacional
Cope.es / Almudí
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