martes, 4 de octubre de 2011

INTOCABLES


   Nuevamente ha surgido la idea de legislar sobre el llamado “aborto terapéutico”, y como siempre, para justificarlo se presentan dolorosos casos-límite de carácter excepcional, como primer paso para abrir una brecha en el derecho a la vida que no hará más que acrecentarse hasta terminar en el aborto libre, como muestra la evolución que ha tenido este tema en muchos países.

   Ahora bien, a nuestro juicio, tal vez el problema mayor en todo este debate, es el del valor que posee el ser humano como tal. La cuestión podría plantearse así: este valor ¿deriva de su mera existencia como un miembro más de la especie humana o, por el contrario, depende de algún tipo de apreciación que puedan tener otros a su respecto?

   La pregunta no es trivial, porque en el primer caso, todos los miembros de la especie humana tendríamos una dignidad inherente, de forma independiente a cualesquiera circunstancias o a lo que otros estimen (incluyendo las limitaciones físicas que se posean, los eventuales riesgos que pudiera significar para la vida o salud de la madre, o el origen que haya tenido esa nueva vida). En el segundo caso, la dignidad de cada uno pasaría a depender de lo que los demás consideren a su respecto, con lo cual el centro de gravedad pasaría desde una realidad objetiva (lo que el ser es), a otra esencialmente subjetiva y cambiante (lo que este ser vale para terceros).

   Mas, en este último caso, la cuestión esencial es saber si tenemos derecho a proceder así.
   Me explico: si los que “vemos” el mundo y “decidimos” a su respecto somos los seres humanos, ello quiere decir que no hay nadie que se encuentre hasta ahora –y dejando de lado las creencias religiosas– más “alto” que nosotros. En consecuencia, esto significa que al margen de nuestras diferencias accidentales (nacidos y no nacidos, jóvenes y viejos, poderosos y débiles), nos encontramos todos en un pie de igualdad ontológica, o si se prefiere, compartimos el mismo grado del ser. Todo lo demás (salud, origen, etc.) es secundario y jamás puede hacernos ignorar esta igualdad fundamental.

   De este modo si no hay nada más “alto” que nosotros mismos y somos todos esencialmente iguales, nadie tiene la capacidad de quitarle a otro ser humano su calidad de tal, de desconocerlo como igual a sí mismo, como “otro yo”. No importa si es por decisión individual o mayoritaria: nadie puede despojar a otro de su calidad de tal ni por tanto, atentar contra su vida, puesto que para cada viviente, “vivir es ser”.

   Así, puesto que la vida se confunde con su propio titular, este derecho resulta inviolable, porque desconocerlo acarrea la destrucción de dicho titular.
En consecuencia, como todos somos igualmente “intocables”, nunca y bajo ninguna circunstancia puede atentarse contra la vida inocente, ni siquiera a propósito del llamado “aborto terapéutico”.

Max Silva Abbott. Doctor en Derecho y Profesor de Filosofía del Derecho de la Universidad Católica de la Ssma. Concepción (Chile)

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