martes, 29 de marzo de 2011

Don Álvaro "transmitía una gran paz a las almas"

Álvaro del Portillo
En el aniversario del tránsito de D. Álvaro el Prelado del Opus Dei evoca su extraordinaria personalidad cristiana y su gran corazón. Reproduzco las palabras de su homilía:

Scio quod Redemptor meus vivit! (Job 19, 25). Yo sé que mi Redentor está vivo. Estas palabras de Job son una invitación a la esperanza. Tenemos que vivir y actuar con la seguridad de la victoria definitiva de Jesús sobre el pecado y la muerte, que la próxima solemnidad pascual nos hará más presente. Jesús es la Roca más segura de nuestra esperanza, especialmente cuando tenemos que afrontar circunstancias difíciles, a nivel personal o familiar, o a nivel colectivo.

      La historia de Job es paradigmática. Ese hombre piadoso, diligente para ofrecer al Señor sacrificios por los pecados y para dar limosna a los necesitados, comienza de repente a sufrir todo tipo de males: desde la muerte de todos sus hijos a la completa ruina económica, la enfermedad y el desprecio con que le tratan las personas más cercanas. Como explica el Papa en una de sus encíclicas, «es cierto que Job puede quejarse ante Dios por el sufrimiento incomprensible y aparentemente injustificable que hay en el mundo»[1].
...... Aún tenemos presentes las imágenes de la tragedia sufrida en Japón a causa del terrible terremoto y el posterior tsunami. Ninguno de nosotros ha permanecido indiferente ante esos hechos que han afectado a millones de personas. Hemos rezado, y continuamos rezando, por las víctimas, por sus familias y por todas las personas que de un modo u otro han sufrido las consecuencias de la catástrofe.

      Estos desastres naturales, como también las guerras que afectan a tantos pueblos indefensos (en Costa de Marfil, en Libia, etc., por recordar sólo algunos conflictos) pueden y deben servirnos para levantar los ojos al Cielo y ponerlos en nuestra morada definitiva, al Paraíso, donde —como enseña la Sagrada Escritura— el Señor mismo enjugará toda lágrima de sus ojos; y no habrá ya muerte, ni llanto, ni lamento, ni dolor, porque todo lo anterior ya pasó (Ap, 21, 4).
........Hoy, el aniversario del fallecimiento del Siervo de Dios Mons. Álvaro del Portillo nos ofrece la ocasión de considerar un aspecto de su rica personalidad cristiana, de sacerdote y de obispo. Me refiero a su gran corazón, que le llevaba a compartir los sufrimientos de cuantos se le acercaban y a transmitir una gran paz a las almas. Son innumerables los testimonios de personas que, después de un encuentro con mi amadísimo predecesor, tras confiarle sus preocupaciones, han experimentado un profundo sosiego de espíritu y han podido volver a casa con una gran paz en el alma.

      La fuente que alimentaba la paz interior de don Álvaro y su capacidad para comunicarla a los demás era precisamente su fe profunda en Dios Padre misericordioso, su confianza en Jesucristo Nuestro Salvador y en la acción del Espíritu Santo. En la escuela de San Josemaría, había podido experimentar directamente muchas veces el amor de Dios por sus criaturas. Sabía, por experiencia personal, que el Señor permite sufrimientos, pruebas, dolores, en nuestra vida, porque quiere que nos parezcamos cada vez más a su Hijo Unigénito, muerto en la Cruz por amor nuestro.

      En una homilía pronunciada durante una Misa, en el Jubileo de la Juventud de 1984, don Álvaro dijo: «Otra causa de tristeza puede ser el sufrimiento propio y ajeno; el dolor, la contradicción, todo ese conjunto de cosas   pequeñas y grandes que —en la vida personal y en la historia humana— no son agradables y a las que no se acierta a dar solución ni un sentido meramente humanos. ¿Cómo es posible   estar alegres ante la enfermedad y en la enfermedad, ante la injusticia y sufriendo la injusticia? ¿No será esa alegría una falsa ilusión o una escapatoria irresponsable?: ¡no! La respuesta nos la da Cristo: ¡sólo Cristo! Sólo en Él se encuentra el verdadero sentido de la vida personal y la clave de la historia humana. Sólo en Él —en su doctrina, en su Cruz Redentora, cuya fuerza de salvación se hace presente en los sacramentos de la Iglesia— encontraréis siempre la energía para mejorar el mundo, para hacerlo más digno del hombre, imagen de Dios»[5].

      En la escuela de San Josemaría, decía antes, don Álvaro aprendió a mirar la pasión y muerte de Cristo como un acto de amor, del amor más grande que se puede dar en la historia, porque se trata del amor de Dios hecho hombre. También nosotros, en los próximos días de Pascua y siempre, queremos seguir ese camino: el camino de la cruz. Porque, como hace considerar el fundador del Opus Dei en una homilía, «no podremos participar de la Resurrección del Señor, si no nos unimos a su Pasión y a su Muerte. Para acompañar a Cristo en su gloria, al final de la Semana Santa, es necesario que penetremos antes en su holocausto, y que nos sintamos una sola cosa con Él, muerto sobre el Calvario»[6]. Meditemos por tanto en este «Señor herido de pies a cabeza por amor nuestro (...). A la vista de Cristo hecho un guiñapo, convertido en un cuerpo inerte bajado de la Cruz y confiado a su Madre; a la vista de ese Jesús destrozado, se podría concluir que esa escena es la muestra más clara de una derrota. ¿Dónde están las masas que lo seguían, y el Reino cuyo advenimiento anunciaba? Sin embargo, no es derrota, es victoria: ahora se encuentra más cerca que nunca del momento de la Resurrección, de la manifestación de la gloria que ha conquistado con su obediencia»[7].

Mons. Echevarría. Prelado del Opus Dei
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