En mi trabajo docente encontré, hace años, un fragmento del Libro egipcio de Los Muertos, del Imperio Nuevo - siglo XIII antes de Cristo -, que dice así:
«Traigo en mi corazón la verdad y la justicia, pues he arrancado de él todo mal.
No he hecho sufrir a los hombres.
No he tratado con los malos.
No he cometido crímenes.
No he hecho trabajar en mi provecho con abuso.
No he maltratado a mis servidores. No he blasfemado de los dioses.
No he privado al necesitado de lo necesario para su subsistencia.
No he hecho llorar.
No he matado ni mandado matar.
No he hecho sufrir a los hombres.
No he tratado con los malos.
No he cometido crímenes.
No he hecho trabajar en mi provecho con abuso.
No he maltratado a mis servidores. No he blasfemado de los dioses.
No he privado al necesitado de lo necesario para su subsistencia.
No he hecho llorar.
No he matado ni mandado matar.
No he tratado de aumentar mis propiedades por medios ilícitos, ni de apropiarme de campos de otro.
No he manipulado las pesas de la balanza.
No he mentido.
No he difamado.
No he escuchado tras las puertas.
No he cometido jamás adulterio.
He sido siempre casto en la soledad.
No he cometido con otros hombres pecados contra la naturaleza.
No he faltado jamás al respeto debido a los dioses».
¿No
es sorprendente y asombroso comprobar, en este texto del Egipto de hace
alrededor de 3.300 años, la lucidez con la que se expresa el conocimiento
del bien y del mal? Sin referirse a ninguna ley escrita, el corazón de
los egipcios sabía distinguirlos claramente en sus acciones. Es lo que
pasados los siglos se ha denominado Ley Natural, impresa en el corazón de cada persona humana, de tal modo que, sin
arduos razonamientos, sabe desde su interior cuándo obra bien y cuándo
obra mal.
Esta Ley, no aparece como un invento de una cultura humana
determinada, sino un descubrimiento que cada persona realiza dentro de
sí; aunque intente a veces ocultarlo, no puede menos de reconocerlo
cuando recapacita serenamente. Su verdad es evidente y por lo tanto, no
necesita demostración. Por eso decía Aristóteles que, si alguien dijese
que se puede matar a la propia madre, «no merece argumentos sino
azotes».
La Ley Natural aparece reflejada en la Declaración Universal de Derechos Humanos sancionada por la ONU en 1948.
Acabo de releer un extraordinario ensayo de C. S. Lewis (1) titulado “La abolición del hombre” (Ed. Encuentro), en donde se nos propone un feroz y lucidísimo diagnóstico sobre la crisis de nuestra cultura.
En “La abolición del hombre”, el autor de las célebres “Crónicas de Narnia” nos propone una defensa de la ley natural, a la vez que nos alerta sobre los peligros de una educación que, fundándose sobre el subjetivismo, trate de apartarse de esa senda, sustituyendo los juicios y los valores objetivos por los puros sentimientos.
El libro, que se complementa con un repertorio de sentencias morales coincidentes, aunque originarias de tradiciones culturales diversas –confuciana, platónica, aristotélica, judía o cristiana–, postula que cualquier civilización procede, en último extremo, de un centro único; y que el único modo de llegar a ese ‘centro’ es siguiendo un camino, una ley natural inspirada por la razón.
El ensayo de C. S. Lewis cobra una actualidad candente en una época como la nuestra, en la que mediante la educación se pretenden instaurar nuevos sistemas de valores ad hoc que se presentan como conquistas de la libertad, pero que no son sino disfraces de una pavorosa esclavitud, formas sibilinas de manipulación que despojan al hombre de su condición humana.
(1) C. S. Lewis (1898-1963) ha sido uno de los intelectuales más importantes del siglo XX y uno de los escritores más influyentes de su tiempo. En 1943 publicó “La abolición del hombre” ("The Abolition of Man") que, en su brevedad, es uno de sus libros más lúcidos y que aportan un diagnóstico más certero sobre lo que ocurre en la sociedad actual.
Juan Ramón Domínguez Palacios
http://enlacumbre2028.blogspot.com.es
No hay comentarios:
Publicar un comentario