Hace mucho, mucho tiempo, los médicos -y quienes les ayudaban en la ciencia y las artes de la salud- eran considerados seres con un cierto halo sagrado y hacían un compromiso. Se conocía como el juramento hipocrático, y con él expresaban el sentir de quienes buscaban el bien de sus pacientes como respuesta a la confianza que en ellos depositaban. Entre otros fragmentos incluían esta fórmula de ética profesional:
«Jamás daré a nadie medicamento mortal, por mucho que me soliciten, ni tomaré iniciativa alguna de este tipo; tampoco administraré abortivo a mujer alguna. Por el contrario, viviré y practicaré mi arte de forma santa y pura».
Más allá de consideraciones hermenéuticas y circunstanciales de un texto con una tradición antiquísima, creo que es importante resaltar algunas consideraciones. La primera es que la ciencia de la medicina desde sus orígenes nació para proteger y procurar la vida, no la muerte. ¿Es correcto involucrar a los profesionales de la salud en actos que conducen a interrumpir la vida o adelantar la muerte de un ser humano? La segunda es el esfuerzo que descubrimos desde el inicio de la ciencia médica para establecer unos criterios éticos que no dependan de los deseos subjetivos, sino que vean ante todo el bien integral y el respeto de la persona humana.
En diversas ocasiones me he preguntado cómo puede una persona llegar a la decisión de dedicarse a matar a otros seres humanos a cambio de un sueldo. Me resulta difícil creer que alguien se proponga como meta de su vida ser un sicario. He conocido situaciones socioculturales y familiares complicadas, que de alguna manera pudieran servir como caldo de cultivo propicio y justificante para este tipo de engendro. Pero no deja de parecerme un enigma todavía más desconcertante que quieran involucrar a personas de bien, que eligieron una profesión para favorecer la vida en la socialización institucionalizada de la cultura de la muerte.
Supongo que, de modo análogo a la práctica de una buena endodoncia, parte del secreto para sobrevivir a los reclamos de la propia conciencia se encuentra en anestesiar cualquier dolor o molestia antes de matar totalmente el nervio. A veces pienso que la conciencia es un órgano espiritual bastante elástico y moldeable, que depende de la educación y la percepción social circundantes. No obstante, salvo en casos patológicos, no creo que pueda ser del todo anulada. Y, si la conciencia es Norma normata normans, no es secundario el marco de leyes, usos y costumbres que la orienten y acompañen en su correcta formación.
Yo estoy de acuerdo en que tampoco sería digno para una persona ser fabricada en un laboratorio, ni alargar su vida artificialmente y sin sentido. No se trata de defender la vida por la vida, porque la biología no es un valor absoluto. Cuando la muerte se prevé inminente e inevitable, se puede en conciencia renunciar a unos tratamientos que procurarían únicamente una prolongación precaria y penosa de la existencia, sin interrumpir sin embargo las curas normales debidas al enfermo en casos similares.
Pero es mucho más cómodo y rentable deshacerse de la responsabilidad de mantener y cuidar a los miembros enfermos o defectuosos de una comunidad. Como observaba la antropóloga Margaret Meade, el primer signo de civilización en la antigüedad fue encontrar un fémur fracturado y después sanado. Ahora, en cambio, algunos consideran un hito de progresismo aprobar leyes que eliminen a los individuos no deseados o que puedan suponer una carga para la sociedad.
Que en el juramento hipocrático se mencione el aborto y lo que hoy equívocamente llamamos eutanasia, significa además que este tipo de acciones ya existían desde varios siglos antes de Cristo. Pero lo que sí me parece una novedad, reflejo de nuestra decadencia moral, es que el Estado lo canonice y haya quienes lo exijan como un derecho. El individualismo narcisista del nuevo “super-hombre” no sólo llega al absurdo de reivindicar unos presuntos derechos delirantes -como el derecho al aborto o a quitarse la vida- sino que, además en su locura, descarga en el Estado -y los funcionarios de la salud- toda responsabilidad moral. ¿Acaso el Estado o los médico son los que dan la vida o la dignidad a una persona?
Creo que ahí radica otro de los grandes equívocos de este debate, al identificar la eutanasia con una muerte digna. ¿Qué hace que una muerte sea digna o indigna? Cuando santo Tomás Moro subió al cadalso para ser ejecutado por no aceptar los caprichos del rey de Inglaterra le dijo al verdugo: “Fíjese que mi barba ha crecido durante mi cautiverio en la cárcel; así que ella no ha sido desobediente al rey; por lo tanto, no hay que cortarla. Permítame que la aparte”. El ser humano es alguien que tiene una dignidad por sí mismo, independientemente de cualquier otro reconocimiento. Quien pretenda ponerle precio o condiciones, no sabe lo que es la dignidad.
Eugenio Martín
abc.es
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